viernes, 22 de noviembre de 2024
01/12/2016junio 7th, 2017
Mar G. Illán Mar G. Illán

La muerte repentina de Rita Barberá ha provocado una conmoción general en el Partido Popular y ha abierto el debate de si los juicios paralelos y la eliminación de hecho de la presunción de inocencia no se han salido ya de madre hasta poder provocar incluso las más trágicas consecuencias.

El PP no ha encontrado más explicación para aliviar su dolor sobrevenido y su dosis de mala conciencia que echar balones fuera culpando de la desgracia a los partidos políticos de la oposición y a la prensa, especialmente la más crítica y activa en el caso de la fallecida. 


Huelga decir que el argumento no sirve como explicación, pero se ha vuelto a constatar que afirmar que los malos son los otros, los de fuera, sigue siendo el recurso más socorrido, aunque desde luego no es práctica exclusiva del Partido Popular. Es más fácil señalar a otro lado que reflexionar sobre los propios actos y omisiones.

Nunca lo sabremos, pero sospecho que a la exalcaldesa de Valencia, figura icónica del PP y defensora a ultranza de Mariano Rajoy en los peores momentos, seguramente le afectó más el desafecto de los suyos que el de los ajenos.

Sospecho que Rita Barbera no esperaba que nadie de la oposición ni ningún periodista la acompañara a declarar ante el Tribunal Supremo, pero lo que la debió partir el corazón antes de que la estallara definitivamente fue verse abandonada y repudiada por los suyos, a los que, como hemos visto todos en televisión, tenía que mendigarles el saludo.

No es un momento crítico como la muerte el mejor para extraer conclusiones, aunque estoy de acuerdo en que en este país se practica el linchamiento con demasiada frecuencia y las hienas encuentran más espacios y actúan con más fiereza que en otros lugares. Desde luego, no estoy de acuerdo en que ni la práctica ni la especie animal sean exclusiva del oficio de la prensa. 

Lo difícil es saber quién tiró la primera piedra y abrió la jaula de las hienas, ya sean de la política, el periodismo, el IBEX o la sociedad en general.

Aún no conozco al partido que se resista a criticar al rival hasta el paroxismo, a exagerar sus errores o vilipendiar sus fallos y a sacar tajada con el cuchillo en la boca cuando se aproxima alguna sospecha de corrupción sobre el contrario, aunque quede finalmente en nada o en poca cosa.

Incluso sin que exista la duda, hundir el honor ajeno se ha convertido en una obligación para hacer méritos con los jefes. Injuria que algo queda es el camino más rápido para ascender o mantenerse en política. Mucho más eficaz que esperar a que surtan efecto méritos y capacidades.

He conocido políticos a los que no les he visto más misión que la de insultar al contrario. Y cuanto más gordo es el agravio, más intenso y compartido el aplauso de la tropa. ¡Qué más da que el parecido con la realidad sea pura coincidencia! ¡En la guerra, todo vale!

Y ése es uno de los principales problemas, que se concibe la política como una guerra. El adversario se ha convertido en el enemigo y los parlamentos en campos de la batalla.

Cuando se huele la sangre ajena, en España se afilan los dientes y se saca brillo a las mejores armas para acudir a la cacería sin demora y derribar cuanto antes la pieza. Cuanto más grande sea el rastro de sangre, mejor.

Todo cambia cuando es “uno de los nuestros”. Entonces se exageran las virtudes propias hasta el ridículo y se lleva la legítima defensa hasta el absurdo. De tal manera que el comportamiento se asemeja más al de una tribu que al de una sociedad del siglo XXI.

La pena de telediario no es responsabilidad de los periodistas, desde luego en ningún caso exclusivamente. La desmesura que han practicado los partidos políticos en nuestra democracia está detrás de los linchamientos y las hienas. Busquen quién tiró la primera piedra o al menos si alguien está dispuesto a parar la lapidación mientras se hace justicia. 

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