Quienes ocupan un cargo público por elección de la ciudadanía, como cualquier otra persona, tienen todo el derecho del mundo a defender sus ideas -siempre que no sean contrarias a los Derechos Humanos ni a las leyes vigentes-, por muy sorprendentes, imposibles de llevar a la práctica o contrarias a las nuestras que sean. A lo que no tienen derecho es a plantear propuestas absurdas, con el único propósito de llamar la atención, porque hacen el ridículo y avergüenzan a una parte de la ciudadanía a la que también representan aunque no les haya votado.
Lamentablemente, en el mundo de la política actual es frecuente escuchar o leer propuestas que sorprenden porque son imposibles de aplicar o, sencillamente, porque son auténticos disparates que no se le ocurrirían ni al que asó la manteca. En Cataluña saben mucho de esto, porque su presidente, Carles Puigdemont, algunos miembros de su Gobierno y otros políticos parece que, en vez de dedicarse a gobernar para mejorar la vida de la ciudadanía, se dedican a participar a diario en una competición en la que el premio será para quien diga la tontería más grande.
Los políticos catalanes que sean partidarios de independizarse del Estado español tienen derecho a defender esa idea. A lo que no tienen derecho es a situarse por encima del bien y del mal, a desobedecer las leyes vigentes -en vez de intentar cambiarlas, si no están de acuerdo con ellas-, a no acatar las sentencias del Tribunal Constitucional e incluso a incumplir su propio Estatuto de Autonomía.
Un Gobierno dedicado a la independencia
El Gobierno catalán lleva varios años dedicado a trabajar por la independencia de Cataluña y a promover un referéndum que nunca se va a celebrar. Y ha contado con la inestimable colaboración del Gobierno de Mariano Rajoy, que en vez de dialogar desde el primer momento para buscar soluciones al problema ha contribuido con su actitud a que aumente el número de catalanes que quieren separarse de España. ¿Recuerdan cuando Mariano Rajoy y otros miembros del PP recorrían España recogiendo firmas contra el nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña? Pues que cada palo aguante su vela.
Así se ha llegado a la situación actual, en que los catalanes sufren las consecuencias de un Gobierno autonómico que les ha llevado a un callejón sin salida y de un Gobierno central que no ha sabido cumplir su misión como corresponde. En las demás comunidades autónomas muchos ciudadanos están hartos de que el tema catalán ocupe cada día gran parte de los informativos y tertulias de los medios de comunicación, en vez de estar dedicados a otros muchos problemas de la ciudadanía. Pero la realidad diaria se impone.
En ese clima de crispación parece que hay quien busca la manera de llamar la atención o de estar en los titulares de los medios de comunicación. Solo así se puede entender lo que se les ha ocurrido a los tres concejales del grupo independentista Candidatura de Unidad Popular (CUP) en el Ayuntamiento de Barcelona: han propuesto que la catedral de Barcelona sea expropiada para convertirla en un economato y una escuela de música. Y se han quedado tan tranquilos.
Quitar la estatua de Colón de Barcelona
Para argumentar su propuesta -hace algún tiempo ya sorprendieron al pedir la retirada de la conocida estatuta de Colón situada frente al puerto barcelonés, sin éxito-, la CUP ha dicho que ese templo está en «desuso espiritual y religioso» -lo que desmienten los datos, porque en él se celebran cinco misas diarias, bodas, bautizos, funerales, confesiones e incluso misas para turistas extranjeros-, que está contribuyendo a la sobresaturación turística de su zona porque es muy visitado y, además, que es propiedad de la Iglesia católica, «una institución que ha estado al servicio de las monarquías y burguesías».
¿Se imaginan que un partido político pidiera al Ayuntamiento de Toledo que expropie la catedral y la convierta en una escuela de música?
Los políticos, como cualquier ciudadano, pueden defender y pedir que la Iglesia pague el Impuesto de Bienes Inmuebles (IBI) por sus edificios, como hace todo el mundo; que se revisen las relaciones Iglesia-Estado; que, al ser España un Estado aconfesional, los símbolos religiosos desaparezcan de los actos oficiales; que otras confesiones religiosas sean tratadas igual que la católica…
Se puede pedir y defender lo que cada uno crea conveniente, pero respetando la legislación vigente, por los cauces establecidos y sin hacer el ridículo. La ciudadanía también se cansa de las ocurrencias de los políticos, sobre todo cuando ve que se dedican más a esas cosas que a mejorarles su vida diaria. Deberían pensarlo.