Cuando leí la noticia por primera vez tuve que darle varias vueltas para cerciorarme de que había entendido bien lo que nos contaba el teletipo de Efe.
Supongo que inconscientemente me negaba a creer lo que veían mis ojos y albergaba en mi subconsciente la secreta esperanza de estar leyendo mal.
Pero la razón estaba de parte de mis ojos. Había leído bien. La Consejería de Educación empezará este curso el agrupamiento de niños menores con discapacidades y lo acabará el próximo. Se lo han explicado a los padres como una medida pionera para atender mejor a los que sufren algún tipo de discapacidad.
Los padres no se lo creen. Yo, tampoco.
Suena a recorte, pero decirlo así de claro cuando lo que está en juego es la prestación educativa a niños con minusvalías es más de lo que se puede permitir un Gobierno, incluso en estos tiempos.
Las familias, entre el asombro y la indignación, están incluso dispuestas a llevar a la Junta a los tribunales si procede con una medida que recuerda a otros tiempos en los que la discapacidad se trataba como una carga y se escondía o se mandaba al centros de los … (pongan ustedes la palabra que recuerden) a quienes se veían afectados por alguna minusvalía.
Es cierto que la integración de estos menores no es una ciencia exacta, que no siempre se consigue el éxito, que a veces casi no se avanza, pero tiene que ser una obligación ayudarles a conseguir una vida mejor de la que les espera si se deja a la naturaleza seguir su curso.
No se puede medir el avance de estos niños por el mismo rasero que a los que tienen todas sus capacidades.
Lo que en cualquier chaval es irrelevante, en algunos trastornos se convierte en un paso de gigante que llena de felicidad a padres y educadores y una esperanza para seguir adelante con los que vengan detrás. Cada niño es una esperanza y una experiencia para ayudar a los siguientes.
Va contra el sentido común defender que juntarlos a todos en un centro de referencia comarcal es una mejora. Si ya es difícil, especialmente en algunos casos, garantizar el avance de un solo niño por clase, imagínense lo que supone concentrar a todos, cada uno con su mochila de dificultades propias.
A solo una semana de comenzar las clases, los padres desconocen casi todos los detalles, lo que complica la situación e incrementa la ansiedad de núcleos familiares que ya tienen suficiente con el reto cotidiano que se les plantea al tratar de sacar adelante a sus hijos y, a ser posible, conseguir que sean personas autónomas o al menos lo más autónomas que sea posible.
Los padres se temen que el único argumento que hay detrás del agrupamiento de menores con discapacidad -¡qué mal suena!- sea ahorrar fondos en cuidadores y técnicos en educación especial.
No se lo creen por la premura, por la fatla de argumentos y porque jamás oyeron hablar a ninguno de los expertos a los que llevan acudiendo desde que nacieron sus hijos de que lo mejor para su educación era juntarlos a todos. ¿A cuántos por clase? Depende de los que haya. ¡Menuda terapia!
Espero que Educación rectifique. ¿Cuánto cuesta condenar a un niño? ¿Cuánto nos costará perderle como adulto si interrumpimos su evolución, aunque sea lenta y con mucho esfuerzo? ¿Se puede educar bajo un criterio que tiene en contra a todos los padres?
Si la educación pública les falla, ¿qué les queda?
Ya que no leí mal, ojalá haya entendido mal y todo esto sea un lamentable error.