Si no fuera porque el asunto de Cataluña es un problema muy serio, cualquiera podría pensar que lo que vio el martes 10 de octubre en el Parlamento autonómico fue una comedia, un sainete o una ópera bufa. Pero, por increíble que parezca, lo que se vivió allí fue la realidad: un acto más del grotesco espectáculo que Carles Puigdemont, su Gobierno y los diputados independentistas están representando con algo tan serio como es el derecho de una parte de los catalanes a sentirse independientes de España y a poder decirlo por vías legítimas y pacíficas.
La obligación de los políticos es hacer llegar sus mensajes con claridad a la ciudadanía, para que se entienda lo que dicen y se sepa lo que hacen. Para eso son elegidos y para eso se les paga el sueldo. Pero parece que el presidente de la Generalitat de Cataluña, Carles Puigdemont, no está dispuesto a cumplir ese principio y prefiere jugar al equívoco.
Hablar con claridad
Si Puigdemont acudió el 10 de octubre al Pleno del Parlament con la decisión -ilegal- de declarar la independencia de Cataluña, lo lógico es que hubiera finalizado su discurso diciendo «proclamo la independencia de Cataluña, que a partir de ahora será la República de Cataluña». O con una frase similar, pero que fuera muy clara para que todo el mundo le entendiera.
Pero no lo hizo. Echó mano de la ambigüedad más calculada y afirmó: «Asumo el mandato del pueblo de que Cataluña se convierta en un Estado independiente en forma de República». Y, a renglón seguido, propuso al Parlament que «suspenda los efectos de la declaración de independencia, para que en las próximas semanas emprendamos un diálogo sin el cual no es posible llegar a una solución acordada».
Esa declaración no fue votada por los diputados ni publicada en el Diario Oficial de la Cámara autonómica, como se hace en todos los parlamentos del mundo con las resoluciones que adoptan. Y tras su discurso, como continuación de una sesión parlamentaria difícil de olvidar, 72 diputados fueron a otra sala del edificio y firmaron una declaración de independencia, entre aplausos de sus compañeros y ante la sorpresa de decenas de periodistas, en un documento que tampoco figura en ninguna publicación oficial. ¿Hay quien dé más… dosis de ridículo?
Varios actos del mismo espectáculo
Esa sesión parlamentaria ha sido el tercer acto del espectáculo que representan Puigdemont, su Gobierno y los diputados independentistas. El primer acto lo representaron el 6 de septiembre, cuando el Parlament aprobó la Ley del Referéndum -que el Tribunal Constitucional declaró ilegal inmediatamente-, en la que consta que esa norma está por encima del propio Estatuto de Autonomía de Cataluña y de la Constitución española.
El segundo acto lo representaron al día siguiente, cuando aprobaron la llamada Ley de Transitoriedad -la norma que los independentistas han redactado para que regule una Cataluña independiente hasta que redacten una Constitución propia-. Fue aprobada sin el debate ni la tramitación adecuados, con solo dos horas para que los grupos parlamentarios pudieran presentar enmiendas y, lo que igualmente grave, en contra del informe de los servicios jurídicos del Parlament y del Consejo de Garantías Estatutarias catalán, que dijeron a los diputados que no podían aprobar esas normas porque eso suponía desobedecer al Tribunal Constitucional.
En esas dos sesiones parlamentarias, los diputados de PP, PSC y Ciudadanos abandonaron el pleno a la hora de votar en protesta ante tanto disparate jurídico. Y en ambos casos la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, ha representado un lamentable papel.
Mientras Carles Puigdemont declara la independencia sin declararla y pide que se suspendan los efectos de algo que no ha proclamado, la ciudadanía catalana -la que se ha manifestado a favor del independentismo, la que está en contra y la que no ha salido a la calle- sigue padeciendo los recortes que ha aplicado su Govern desde que comenzó la crisis económica y ve que sus problemas diarios continúan y que su Parlament, en vez de ocuparse en intentar resolverlos aprobando las leyes apropiadas, está inactivo y sólo se ocupa la independencia.
La sabiduría popular dice que con las cosas de comer no se juega. Con el sentimiento de indepencia tampoco debe jugar. Es un juego peligroso. El problema del encaje de Cataluña en el Estado español y el sentimiento de independencia de una parte de su ciudadanía no se va a resolver esperando a que pase el tiempo -como hizo Mariano Rajoy durante algunos años-, ni proponiendo negociar pero «imponiendo» unas condiciones -como han hecho Artur Mas y Carles Puigdemont-, ni con espectáculos como los que se han visto en las últimas sesiones del Parlamento autonómico de Cataluña. La ciudadanía catalana no se merece un president como el que tiene; los demás españoles, tampoco. ¿Por qué no convocar ya unas elecciones autonómicas, para que los catalanes decidan quién debe gobernarles y reconducir sus sentimientos y aspiraciones a cauces legales y democráticos?