A Diego Valle le había tocado la peor parte, una comunidad que no conocía y cuyas cuentas estaban prácticamente en quiebra. Formaba parte del primer Gobierno del PP en Castilla-La Mancha, un partido sin «huellas» en la administración autonómica y sin cargos formados en los distintos niveles del Ejecutivo. Fue la gran apuesta de la presidenta, María Dolores de Cospedal, para poner orden y remedio al principal problema de la región y de la Junta, el económico.
Lo intentó, pero…
Siete meses después de su toma de posesión, el malagueño de dilatada experiencia en responsbilidades económicas y financieras en la Administración del Estado y en empresas públicas nacionales, no había convencido a casi nadie en Castilla-La Mancha. Ni en el Gobierno, ni en el partido, ni entre los alcaldes «populares». Tampoco logró alidados entre los empresarios o el mundo financiero.
Diego Valle no se casó con nadie en su tarea de recortes, ni atendió favoritismos en los (im)pagos… Pensó que hacía lo que tenía que hacer, pero…
Solo la presidenta parecía entenderle y apoyarle. Y la consejera de Fomento, Marta García de la Calzada, con quien había formado piña dentro del Ejecutivo, posiblemente porque compartían similares circunstancias.
Era evidente que no se lo esperaba, justo cuando había cerrado el tan anhelado Plan Económico y Financiero y trabajaba en los primeros presupuestos regionales de Cospedal. Pero…
Le fallaron las formas, dicen sus pocos defensores, para quienes Valle hubiera podido ser un consejero de Hacienda, pero no de Economía y mucho menos de Industria (tenía la promoción empresarial entre sus compentencias, además del comercio y el turismo).
Le fallaron el fondo y las formas, opinan sus detractores.
La emoción le embargó y se marchó entre lágrimas nada más acabar de tomar posesión los nuevos miembros del Consejo de Gobierno.
La sentida despedida de la presidenta, «adiós Diego, amigo para siempre», hizo el resto.
No pudo ser.