Deja un poso de tristeza pensar que este año que termina se fueron, entre muchos otros, Alfredo Landa y Manolo Escobar, José Luis Sampedro, Sara Montiel y Amparo Rivelles, Javier Tomeo, Alfonso Santisteban y Fernando Argenta, o Constantino Romero.
Sus sombras aún iluminan nuestros días, al modo de las de Sara Montiel, Mariví Bilbao y el enorme Fernando Guillén; de las de Jesús Franco, Bigas Luna y Elías Querejeta, o Miguel Narros y Jaime Salom, María Asquerino, Amparo Soler Leal, Pepe Sancho, Constantino Romero y la estelar Amparo Rivelles.
Como la misma luz difuminada que perdura tras la desaparición de Concha García Campoy, Jesús de la Serna y Manuel Martín Ferrand, en esa penumbra quieta después de la muerte del filósofo Eugenio Trías o el torero Pepe Luis Vázquez.
En silencio se fue Alfredo Landa, Paco ‘El Bajo’ en ‘Los santos inocentes» y aquel entrañable personaje de los años del desarrollismo franquista, tan vulnerable a los tópicos de entonces.
Y Manolo Escobar, con el que de pronto dejó de sonar la banda sonora de «‘pain is different’ -en esto, cuántos puntos en común con el ‘landismo’-, que algunos identificaron con un símbolo de la España acomodaticia de los sesenta y setenta.
Cesó la energía de José Luis Sampedro para gritar las injusticias de los tiempos modernos, alguien para el que escribir era vivir. Y la del excelso cuentista Medardo Fraile, un casi olvidado allá, en su residencia escocesa, lo que además de tristeza provoca vergüenza. Así como la mirada diferente del escritor Javier Tomeo y su universo de monstruos apacibles.
Con Fernando Argenta ha desaparecido una forma ilustrada de divulgar la música clásica, algo que puso en práctica con enorme éxito comercial Alfonso Santisteban.
Qué decir de la conmoción que produjo el fallecimiento de la gran Sara Montiel, en sus últimos años sólo bañada por los falsos focos de las revistas rosas. O del de una de las actrices que mejor supo llegar a los jóvenes en televisión, Mariví Bilbao.
Las tablas, los escenarios, los platós han sangrado este año que ahora termina: las muertes de los mejores los han dejado más pequeños, un poco más huérfanos. Fernando Guillén fue la dicción bien articulada, la voz cálida, un mayúsculo galán de nuestro teatro y cine.
¿Y Amparo Soler Leal, aquella actriz que siempre se sintió ‘chica Berlanga’? ¿O María Asquerino, musa de los intelectuales en el Bocaccio de los sesenta y siempre mujer y actriz libre?
A Pepe Sancho se le recuerda como ‘El Estudiante’ y, más reciente, como el don Pablo de ‘Cuéntame cómo pasó’, pero también por su complejo ‘Enrique IV’ sobre las tablas. Constantino Romero fue Clint Eastwood y tantos otros, y Amparo Rivelles, un eslabón irrepetible de una saga de actores que ya abarca más de un siglo.
Escenarios que menguan, que se achican con la falta de Miguel Narros, auténtico haz de luz sobre la escena, y de Jaime Salom, un dramaturgo imprescindible del siglo XX.
Echaremos en falta el hacer de Elías Querejeta, el autor/productor de cine, y la visión mediterránea de los días de Bigas Luna, así como el cine desaliñado e inolvidable de Jesús Franco.
Falleció Concha García Campoy, una periodista tan querida, y Martín Ferrand y Jesús de la Serna, así que los periódicos nos aguardan todavía un poco más solos.
Cossío recordaba a Pepe Luis Vázquez porque «infundía profundidad a la gracia», y los viejos aficionados aún recordaban sus faenas en la posguerra. Y se fue Eugenio Trías, filósofo, un apasionado de la música y el cine, un pensador en estos tiempos en que tanto se echa en falta rigor intelectual.