Este lunes, 13 de febrero, ha tenido lugar el Hermanamiento de los santuarios de la Virgen de Guadalupe de España y México.
El arzobispo de Toledo, Francisco Cerro Chaves, presidía la Santa Misa en el Real Monasterio extremeño de Guadalupe. Con él concelebraban monseñor Carlos Aguiar Retes, arzobispo primado de México; el obispo auxiliar de Toledo, Francisco César García Magán; los obispos de Extremadura; otros prelados; y varios sacerdotes.
El obispo auxiliar leía la carta enviada por el Papa Francisco con motivo del Hermanamiento. Al término de la Eucaristía se firmó el Acta de hermanamiento entre los Santuarios de la Virgen de las Villuercas y de la Virgen del Tepeyac.
A esta celebración, además de un numeroso grupo de fieles, asistía la Hermandad de Sacerdotes Operarios del Reino de Cristo, que tienen un Seminario en Olías de Rey, y la Siervas Guadalupanas de Cristo Sacerdote, que atienden la casa sacerdotal de Toledo.
Este es el contenido de la carta del Papa Francisco
«Con gran gozo deseo hacerte llegar mi saludo con motivo del hermanamiento de los dos santuarios dedicados a la Bienaventurada Virgen María, bajo el título de Nuestra Señora de Guadalupe. Te ruego lo hagas extensivo, en primer lugar, a Su Eminencia el cardenal Carlos Aguiar Retes, Arzobispo de México, y, junto a él, a todos los Obispos, sacerdotes, consagrados y fieles que han querido ponerse en este día a los pies de la Santísima Virgen, como un único Pueblo santo de Dios.
María, nuestra Madre, es siempre para su Pueblo vínculo de comunión. Tanto la Escritura como la tradición apostólica nos la muestran convocando a los apóstoles y a la comunidad en torno a Ella, en un clima de oración. Así lo expresa san Lucas en los Hechos de los Apóstoles: «Todos ellos, íntimamente unidos, se dedicaban a la oración, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (1,14). Esa experiencia fundante de la primera comunidad cristiana trasciende las épocas y los lugares, y la Madre de Jesús, de forma sencilla, nos sigue llamando. Esto se ha expresado en muchos lugares del mundo con la invitación a construir un templo que fuese una casa con las puertas siempre abiertas para todos, una casa de oración y de comunión.
Francisco Cerro, arzobispo de Toledo, positivo en coronavirus
Hoy los convoca el dulce Nombre de María, más precisamente una advocación milenaria que ya en su raíz etimológica nos habla de mestizaje, de encuentro con Dios y con los hombres. Mestizaje porque los estudiosos no se logran poner de acuerdo si debemos leer el título “Guadalupe” en árabe, en latín o en náhuatl. Pero es curioso que lo que podría plantearse como un conflicto pueda en realidad leerse como un guiño del Espíritu Santo que hace escuchar su mensaje de amor a cada uno en su lengua. Así, en árabe la palabra podría sonar “río oculto”, como lo estaba esa fuente de agua viva que Jesús promete a la Samaritana, esa fuerza de la gracia que, incluso en tiempos de rechazo e incomprensión, mantiene viva a la Iglesia (cf. Jn 4,10). Como pastores, esta alusión debe ser para nosotros un acicate, buscar siempre en el otro ese río oculto de gracia, ese Amor de Dios que lo hace un tesoro inestimable. Todo cambiaría si, como la Virgen, pudiésemos ver en el otro ese secreto oculto, cuántos fracasos y conflictos evitaríamos.
Sin embargo, mezclándose con el latín, la palabra nos hablaría de un “río de lobos” y, en ese sentido, de un remanso de paz para aquellos que están atribulados por sus propios pecados, por la violencia, por tantas guerras internas y externas que hacen del hombre un lobo para el hombre. Es el mismo río oculto de la gracia que en el diálogo con Jesús nos muestra nuestra realidad (v. 29), abriéndonos a la esperanza. Como a san Francisco, en su famoso encuentro con el lobo, otra vez la Virgen María nos interpela para ser fermento de comunión y reconciliación entre Dios y los hombres, alentando a tantos fieles que se acercan al santuario con este fin.
Finalmente, combinándose con la raíz mexicana, nuestra Señora de Guadalupe se proclama como la que vence a la serpiente, con una tocante evocación al protoevangelio del Génesis. La Inmaculada es así la verdadera madre de todos los que viven; de los que han sido convocados hoy en este santuario, junto a sus pastores, para proclamar su fe en el Hijo de Dios, en Aquél que, haciendo nuevas todas las cosas, ha reconciliado consigo el mundo. Los animo a hacer brotar en los corazones de los hombres y mujeres de nuestro tiempo ese río de agua viva que salta hasta el cielo, para dar a Dios un culto en Espíritu y Verdad (cf. vv. 14, 23).
Queridos hermanos y hermanas: En cada momento histórico, en cada cultura, el Evangelio, permaneciendo siempre el mismo, se enriquece de significado. Lejos de descartar, incluye a cada persona que lo acoge. Pidamos a Dios que, en cada tiempo y lugar donde María nuestra Madre nos convoque, demos testimonio de esa íntima unión de la que sólo el Espíritu puede ser artífice.
Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Y, por favor, les pido que recen por mí.»