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20/03/2014junio 9th, 2017
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Impuesto, en la definición de la Real Academia Española de la Lengua, es sencillamente «tributo que se exige en función de la capacidad económica de los obligados a su pago». Y amplía el diccionario. Impuesto directo: “El que grava las fuentes de capacidad económica, como la renta y el patrimonio”. E impuesto indirecto: “El que grava el consumo o gasto”.

Basta con una simple lectura del diccionario y un correcto manejo del lenguaje para saber de qué se trata con una reforma fiscal. No sé si lo habrá hecho así la comisión de expertos que ha enviado 125 propuestas al Gobierno sobre el sistema tributario que más le conviene a España, pero me temo que a los insignes catedráticos de economía se les ha olvidado mirar el diccionario para tener claro que la función de los impuestos ha de repartirse en función de la capacidad económica de los ciudadanos. Es decir, que para cuadrar las cuentas del Estado, que es lo que se busca con esta reforma fiscal, el fin no justifica los medios. Para conseguir que contribuyan más los que más tienen, ha de actuarse sobre los impuestos directos. Por el camino contrario, pierden los más débiles. No digo yo que no sea eficaz ni rápido cuadrar las cuentas por esa vía, pero no es justo, que es lo que se espera de un gobierno democráticamente elegido. Y, a largo plazo, no creo que sea bueno para ningún país empobrecer a sus clases medias y ampliar la brecha social.


Al menos de lo que ha trascendido del informe de los expertos, se detecta que la noble función de los impuestos de procurar ingresos al Estado para que éste a su vez preste servicios a los ciudadanos que los pagan, ha vuelto a seguir el camino más corto, que es el de hacer recaer la presión -no en el caso del IRPF pero parece que sí en los demás gravámenes- sobre las clases más débiles pero más controladas por el fisco; dicho de otra manera, sobre los que más difícil escapatoria tienen de los insuficientes medios con los que la Agencia Tributaria cuenta para conseguir que todo el mundo cumpla con su obligación. Nuevamente los paganini de la fiesta serán las clases medias, las bajas y las pequeñas empresas.

Es tan indudable que hace falta una reforma fiscal en España y tan loable ponerse a hacerla como imprescindible que ésta sea justa y se atreva de una vez con las grandes fortunas y bolsas de beneficio empresarial que legal e ilegalmente escapan al fisco, ya sea vía sicav, ya con viajes hacia Suiza. No tengo nada en contra ni de las unas ni de los otros, soy consciente de la importancia del capital en nuestro tiempo, pero estoy a favor de que contribuya más quien más tiene y no solo aquel al que es más fácil apretarle las tuercas fiscalmente.

Los expertos económicos y el Gobierno no han de marcar el cómo, pero la Lengua ya nos ha dicho el qué. Y el quid de la cuestión en un impuesto es que se pague en función de la capacidad de los obligados a contribuir.

De tal manera que se trata no solo de contar con una fiscalidad moderna, eficiente y suficiente para los deberes del Estado, sino que hay que conseguir que sea justa con sus ciudadanos.

El sistema tributario de un país debe ser algo más que cuadrar las cuentas de la manera más fácil o por el camino más corto, el de sacar más a los que están más vigilados. Quizás a un economista no le preocupe la justicia social, pero a un Gobierno sí que debe importarle la justicia distributiva y el bienestar de sus ciudadanos.

Ojalá Cristóbal Montoro lea antes el diccionario de la RAE que el informe de los expertos, porque en cuestión de impuestos el fin tampoco justifica los medios.

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