Durante décadas los integrantes del poder judicial proyectaban una imagen de lejanía de la sociedad, como si vivieran otro mundo impenetrable para el resto de los mortales al tiempo que el mundo del resto de los mortales era impenetrado para ellos. Hoy ocupan las primeras posiciones en la valoración de los ciudadanos, entre otras razones, porque han sido los únicos capaces de enfrentarse a los abusos del mundo financiero y la resignación del poder político en los flagrantes casos de desahucios o cláusulas abusivas, por poner solo dos conocidos ejemplos.
Hace unos meses pregunté por esta percepción al juez decano de Toledo, Juan Ramón Brigidano. Reproduzco esa pequeña parte de entrevista por su interés ante la que se está cociendo en el panorama judicial y de la que hablaré más adelante.
Pregunta: Tengo la sensación, no sé si la comparte, de que los jueces viven una especie de “momento dulce”. Por un lado, ha mejorado la valoración que los ciudadanos hacen de ustedes y, además, España tiene en sus manos los casos que más alarma social producen, como los desahucios y los asuntos de corrupción política.
Respuesta: Momento dulce, no; pero es verdad que hemos subido en la consideración de los ciudadanos en la medida que la sociedad ha entendido que somos parte de un poder, pero un poder con sensibilidad. Aunque siempre se ha ejercido esa sensibilidad, ha sido invisible y desde hace un tiempo para acá, a raíz de algunas conclusiones de los congresos de decanos y de algunas informaciones que han salido a pie del calor social, en el tema de las hipotecas o los desahucios, se ha notado que los jueces hacemos algo más que juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. El momento dulce llegará cuando eso sea un servicio público que dé una respuesta rápida y de calidad.
Así es. Y ojalá que por el bien de todos consigan cuanto antes esa respuesta rápida y de calidad.
Además del juez decano de Toledo, hace tiempo que individualmente y con formas distintas, oímos a jueces, más o menos conocidos, quejarse de la corrupción y de cómo los privilegios que acumula una parte de la sociedad, por un lado; y la falta de medios de los juzgados, por otro, provocan que no se pueda combatir a tiempo, lo que es casi decir que no se puede combatir. Más allá de la pena de telediario muchos delitos y comportamientos irregulares y corruptos han prescrito para cuando el juez tiene todas las pruebas y se puede celebrar el juicio. Eso, en el caso de que logre reunir todo lo que necesita. Porque en otras muchas ocasiones simplemente no las consigue debido a esa fatídica falta de medios que hace que los culpables tengan tiempo más que suficiente de hacer desaparecer pruebas a lo largo de las interminables instrucciones que acompañan cada proceso y los obstáculos burocráticos con los que se encuentran.
Ahora los jueces han dado un paso más allá. Y han puesto el dedo en un obstáculo sobre el que hasta ahora no se había puesto la luz de forma organizada. Me refiero al aforamiento. En su edición del domingo, el diario «El País» daba a conocer una reunión de los jueces con el presidente del Consejero General del Poder Judicial, Carlos Lesmes, en la que le han trasmitido su preocupación por lo que consideran un excesivo número de aforados en España; es decir, ciudadanos que tienen el privilegio de ser juzgados por tribunales superiores a los que nos corresponderían a los demás o que pueden prestar declaración por escrito, en su despacho; etc. Gozan de aforamiento más de 2.300 políticos en España, entre ellos ministros, diputados, senadores, consejeros y diputados autonómicos. En el ámbito judicial son aforados el presidente y los vocales del poder judicial, los del Consejo de Estado, los del Tribunal de Cuentas y el defensor del Pueblo. Con la diferencia de que los que no son políticos solo pueden acogerse al aforamiento para causas relacionadas con su quehacer profesional, mientras que los políticos pueden hacerlo para cualquier proceso.
Estoy convencida de que a cualquier ciudadano que no se dedique a la política este tipo de ventajas le parecen injustas e incomprensibles. De hecho, como sistema de privilegios ni siquiera tiene lógica. ¿Por qué los diputados y no los alcaldes? Y como sistema de privilegios en el siglo XXI es una rémora injusta y fuera de lugar, especialmente insoportable en un momento en el que a tanta gente le falta lo más básico y no puede pagarse ni un abogado que le defienda con ciertas garantías, incluso frente a injusticias.
Como se pueden imaginar nada tiene que ver con países democráticamente mucho más avanzados, como es el caso de Alemania, donde no hay castas judiciales, sino que a efectos de sus leyes todos son iguales de verdad.
Si la política y sus integrantes quieren recuperar la credibilidad de los ciudadanos tendrán que empezar a renunciar a las prebendas que les convierten en casta y les alejan de ellos.