Más de 20.000 «desgraciados» (porque la desgracia les persigue desde el mismo momento en el que se convierten en refugiados), solo en la segunda semana de agosto, que quieren escapar, por obligación, de sus países y que buscan el maná de la tierra europea prometida. La mayoría son sirios, seguidos por afganos e iraquíes. Muerte llama a muerte. Y la vida se les escapa por centímetros. Perseguidos allí, en numerosas ocasiones mal mirados aquí.
El contraste de llegar, el que llega, a la playa en patera o similar, incluso en botes hinchables de los que vemos en cualquier piscina, mientras los turistas secan sus cuerpos al sol y la mayoría, prestos, se quedan ojipláticos, pensando cómo puede suceder esto en el siglo XXI donde el hombre es capaz de llegar a la Luna y, a la vez, de «estar en la Luna».
O en trenes para cruzar la frontera donde decir que no cabe un alma es inhumano. Porque suben por las ventanas, se pegan entre ellos por un gramo de aire… Vean las imágenes de televisión, dantescas.
La barbarie es lo que tiene. Que marca las diferencias, abismales, entre unos y otros. Entre los que han de salir de sus casas con lo que tienen, que es igual a nada, y los que prefieren mirarlos desde la distancia, por la tele mejor, antes que encontrárselos en sus calles y mirarlos como harapientos y vulgares extraterrestres que se cuelan en nuestra intimidad. Sí, los refugiados nos dan mucha lástima cuando los vemos por la tele, pero cuando se paran a un metro de nosotros… Nos dan «yuyu».
Es el grito del hambre y la persecución humana, que nunca se acaba. El mito de Caín y Abel, que siempre vuelve. El hambre es insaciable, mal que nos pese. Y la persecución es execrable.
Piensen lo que significaría para usted cambiar de pueblo, de ciudad, de país obligado por las circunstancias de una guerra civil que le supera. Piensen que le cuelgan la etiqueta de refugiado porque es la que mejor se adapta a sus esmirriadas espaldas. Y piensen que tienen que huir, obligados, porque de lo contrario le van a matar. Y que cuando llega a otro país, que supuestamente vive en paz (pero solo con ellos mismos), le van a recibir poco menos que con miradas matadoras, de esas que te hunden más si es que no estás hasta el cuello de fango… Y encuentra indiferencia. Le apartan todavía un poco más…
Es lo que tiene ser un refugiado. Que no te quieren ni allí ni aquí.
Humanidad, pero no solo en el rezo. Practiquen, mañana le puede ocurrir a usted.
@CesardelRioPolo
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