La homilía la ha pronunciado el arzobispo de Toledo, Braulio Rodríguez, en la Santa Misa Crismal que se ha celebrado esta mañana en la Catedral Primada de Toledo, concelebrada con más de 200 sacerdotes y que ha coincidido con el 40 aniversario de su ordenación sacerdotal. Y nosotros se la ofrecemos íntegra:
«Jesús, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Este amor de Jesucristo nos ayude a penetrar el misterio de este día a cuantos hijos de la Iglesia de Toledo o vinculados a ella por diversos motivos nos encontramos juntos celebrando esta Misa Crismal. Os saludo a todos, pero de un modo especial a vosotros, hermanos presbíteros, que con el Obispo y los díáconos hemos nacido en el Cenáculo, de manera que se nos puede aplicar aquello del Salmo 87,6: «El Señor escribirá en el registro de los pueblos: éste ha nacido allí».
Sí, pienso en vosotros, hermanos presbíteros, en los más jóvenes y en los más avanzados en años, en los sanos y en los que sufren la enfermedad; en todos, con vuestros diferentes estados de ánimo: de alegría y entusiasmo, tal vez también de dolor y cansancio y, Dios no lo permita, quizá de desconcierto. En todos vosotros está la imagen de Cristo, que habéis recibido con la consagración presbiteral que os ha marcado indeleblemente.
Me gustaría subrayar que, a partir de ese núcleo de discípulos, que en el Cenáculo escucharon las palabras del Señor en la noche memorable del Jueves Santo, se ha formado toda la Iglesia. Más tarde esa Iglesia, tras Pentecostés, y extendiéndose en el tiempo y el espacio, se ha convertido en «un Pueblo congregado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Cf. San Cipriano, De orat. Dom., 23). Amemos cada vez más a este Pueblo, heredad de Dios, que nos da a Jesucristo vivo y con Él la paz, la esperanza y todos los bienes de la salvación, significados hoy en los Óleos y el santo Crisma.
La gloria y también la enorme responsabilidad de los presbíteros y diáconos en la Iglesia están en que, en virtud del Orden recibido, somos necesarios e insustituibles en este Pueblo de Dios, aunque no los únicos. Y esa unidad, dignidad y responsabilidad se muestra en esta Misa Crismal, anticipo y don pascual incrustado todavía en el final de esta Cuaresma. Redescubrir el don y misterio que todo el Pueblo de Dios hemos recibido en estos días del Triduo Pascual sería cosa grande. A mí me atrae este pensamiento porque, en este mundo agitado y complejo, encontrar la paz y la alegría profunda de nuestra fe nos hace bien; como nos hace bien igualmente encontrar nuestra misión en la Iglesia: laicos, consagrados, diáconos y presbíteros con los Obispos. Necesitamos para ello de Cristo y su sacerdocio: el sacerdocio real, precioso don para todos los miembros de Cristo; el sacerdocio ministerial necesario para la vida de los que formamos la Iglesia. Diremos en el Prefacio de esta Misa: «Ellos (los presbíteros) renuevan en nombre de Cristo el sacrificio de la Redención, y preparan a tus hijos el banquete pascual, presiden a tu pueblo santo en el amor, lo alimentan con tu palabra y lo fortalecen con los sacramentos». Con todos los sacramentos, pero sobre todo con los sacramentos pascuales, que son los de Iniciación cristiana, y el perdón de los pecados. En ellos está la salvación.
Esta dimensión de la primacía y de la necesidad de Cristo en la Iglesia la destaca la Misa Crismal en la liturgia de la Palabra. Is 61 nos habla, en efecto, del pacto perpetuo que el ungido del Señor califica de Buena Noticia. Y el Primogénito, el Testigo fiel es quien nos trae la paz, porque nos amó y nos ha liberado de nuestros pecados por su sangre y nos ha convertido en un Reino de sacerdotes. Así será siempre y nadie se antepone a Cristo, pues «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21).
Cristo nos da, por ello, conocimiento de las realidades divinas y la valentía en el combate de la fe, para vivir más hondamente el Evangelio de Cristo, empresa que no es sólo humana (cf. Bendición del Óleo de los Catecúmenos). Y el Crisma nos infunde nada menos que la fuerza del Espíritu Santo y nos lleva a la plenitud de la vida cristiana en la Confirmación o el Orden, porque hemos sido renovados por el baño espiritual del Bautismo. ¿Creemos de verdad que lo que posibilitaba a los contemporáneos de Jesús encontrarse con Él ha pasado a los sacramentos de la Iglesia?
Esa es la más grande noticia que tenemos en la Iglesia. Y los que somos ministros de los sacramentos deberíamos sacar de esta hermosa realidad fuerza y capacidad de ilusión para actuar en nuestra vida, porque podemos llevar la vida de Cristo a los demás de un modo muy significativo. En este contexto, hermanos sacerdotes, no puedo olvidar que hoy hace 40 años que fui ordenado sacerdote por el Cardenal Vicente Enrique y Tarancón. Era un lunes de Pascua, un hermoso día, inolvidable para mí. La realidad de ser sacerdote comenzaba, el misterio de re-presentar a Cristo se iniciaba para mí. También para vosotros, hermanos sacerdotes, comenzó un día esta preciosa aventura de encarnar en nuestra carne la forma de Cristo. ¿Puedo hacer con vosotros unas reflexiones en esta significativa Misa Crismal?
Tú y yo hemos recibido una llamada. Con san Pablo «os exhorto a que andéis como pide la vocación a la que habéis sido llamados» (Ef 4,1). Yo diría que la primera gran llamada es la del Bautismo, la de estar con Cristo, que nos da la vida; la segunda gran llamada es la de ser pastores a su servicio. Debemos escuchar cada vez más esta llamada, de modo que podamos llamar, o mejor, ayudar también a los demás a oír la voz del Señor que llama. Nosotros hemos escuchado su voz y debemos estar atentos a la voz del Señor, no sea que nos alejemos de Él; hemos de estar atentos además porque hemos de ayudar a otros muchos a que escuchen y acepten la llamada, y se abran así a un camino de vocación a ser pastores.
Pero esta llamada no es sólo individual; la llamada ya es un fenómeno de diálogo. El camino hacia Dios nunca es aislado, no es un camino sólo en el «yo», es un camino hacia el futuro, hacia la renovación del mundo, y un camino en el «nosotros» de los llamados que llama a otros, que les ayuda a escuchar esta llamada. Por eso la llamada siempre es también una vocación eclesial; implica la eclesialidad en el sentido de dejarse ayudar por el «nosotros» y de construir este «nosotros» de la Iglesia. Veo entre nosotros, hermanos presbíteros de Toledo, ese «nosotros» eclesial, pero nos hace falta crecer más en esa ayuda eclesial entre nosotros, sobre todo ahora que nos necesitamos a la hora de remar en la misma dirección para conseguir una Iniciación Cristiana de mejor y mayor calado.
Decía el Papa a sus sacerdotes el 23 de febrero pasado que la humildad sirve como virtud eclesial para la construcción del Cuerpo de Cristo, para que éste por el Espíritu de Cristo crezca. Han de vernos nuestros hermanos como presbíteros que luchamos para que una sola fe y un solo Bautismo sean una realidad concreta en la Iglesia que está bajo el único Señor.
En el presbiterio de Toledo hay grandes riquezas y dones de Dios, en número de sacerdotes, en juventud de los mismos, en fidelidad doctrinal, en aprecio de los sacramentos y de la Liturgia, en «espiritualidad» y «espiritualidades», en pastoral juvenil o familiar. ¿Quién lo duda? Pero también siento que corremos el peligro de fomentar una espiritualidad parcial, que tiene en cuenta tan solo algún o algunos aspectos de la totalidad; lo cual produce necesariamente un dualismo que impide la capacidad real de fundamentar la vida y desarrollarla con vigor, pues hay parcialidad, no integración y se fija en espiritualismo, voluntarismo, pietismo, liturgismo, intelectualismo, psicologismos y algún «ismo» más.
¿Y sabéis por qué? Porque se corre el riesgo, en sacerdotes jóvenes y no tan jóvenes, de no entender correctamente y no saber integrar la dimensión humana en la vida de los sacerdotes y, por tanto, minusvalorar su importancia. ¿Será que ciertos planteamientos de vida espiritual desprecian el nivel «humano», como si todo lo que no fuera inmediata y explícitamente «espiritual» (oración, Misa… y, a veces, poco más) hubiera que excluirlo como peligroso y nocivo? No lo sé, hermanos, pero me parece que los problemas y las dificultades más corrientes en nosotros, sacerdotes, no suelen empezar por lo «espiritual»; la causa principal está en la ignorancia racionalizada sobre el propio mundo interior, los sentimientos, los apegos, las «necesidades». Y son muchas las veces que todo eso acaba en prejuicios, búsqueda de los propios planes, murmuraciones, acepción de personas. Todo un mundo de desazón interior.
Tal vez estemos pagando la exasperación de la necesaria distinción entre «natural» y «sobrenatural» en dos órdenes separados y completos de la «realidad», una posición dualista que no nos hace bien, pues la Iglesia no tiene otra cosa que hacer que continuar las tareas que le son propias, con confianza y paz. Por eso, lo que estamos necesitando, para vivir la integración de nuestra humanidad es una «vuelta al centro». No se trata del centro político, como a una vía intermedia entre la derecha y la izquierda, sino al centro como el punto desde el que brota la novedad total del cristianismo. El «centro» es así el don por el que el Dios Trino se da a sí mismo a través de Cristo en la creación y en la redención, un don que se da en la comunión de la Iglesia, un don que constituye el auténtico significado de toda la realidad, y no el significado que yo quiera dar a esa realidad, y que reconoce a Jesucristo como «el corazón del mundo».
En efecto, «revelando al Padre y siendo revelado por él, Cristo completa la revelación del hombre a sí mismo» (H. De Lubac, Catholicisme, Paris 1983 (7ª edición), p.295), frase de un famoso teólogo que fue tomada casi literalmente por GS 22, tan citada por Juan Pablo II: «Cristo… en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, revela completamente el hombre ante sí mismo y saca a la luz su vocación más alta». Estamos, pues, ante la más genuina tradición acerca de Cristo, desde el NT y desde Nicea: Cristo pertenece a la misma definición del hombre, de modo que pensar en el hombre sin Cristo, Dios y Hombre verdadero, es dejar incompleta la comprensión del hombre, sea mujer o varón, sacerdote o fiel laico, religioso o consagrado.
Nos afecta a nosotros, sacerdotes, lo que Juan Pablo II ha repetido desde su primera Encíclica, RH: «Jesucristo es el centro del cosmos y de la historia». La enseñanza papal sobre el cuerpo y sobre el amor en el matrimonio, basada sobre una percepción renovada del significado de la antropología cristiana, al igual que su insistencia en la importancia de la doctrina social de la Iglesia, son precisamente dos aspectos decisivos del encauzamiento de la Iglesia más allá de otras razones que propenden a un cierto dualismo que no integra todos los aspectos de lo que somos los humanos a la luz de la Revelación. Y no podemos pensar que todo esto no nos afecte a nosotros, seminaristas y sacerdotes, como si fuéramos «separados» del resto de la humanidad y del Pueblo de Dios.
La Iglesia tiene necesidad de convertirse de nuevo, en todos sus niveles, también en sus sacerdotes, en «la casa y la escuela de comunión». La Iglesia tiene que ser una vida de comunidad, en cierto sentido, una vida de «familia», como la vida de «un cuerpo». Necesita recuperar densidad «social», no política. No como un ghetto, sino como vida real de familia abierta siempre a la vida y a la sociedad. «Familia», «madre», «casa», «nación», «cuerpo», no son sólo nombre para la Iglesia; son realidades sociales esenciales para la vida de la Tradición cristiana. La Iglesia es una empresa para la vida, y para todo en la vida. En otras palabras, la Iglesia tiene que ser «rescatada», si se puede decir así, de la sequedad y el poder inhumano de la lógica del manager, y tiene que recuperar la lógica sacramental que le es propia: una vida de comunidad centrada en la Liturgia y en la Eucaristía. La Eucaristía, esos sí, con todas sus dimensiones (sin ser reducida de forma pietista e individualista). Una escuela de vida en comunidad, una escuela que nos permite comprender en una única forma quién es Dios, quién es Cristo, quienes somos nosotros; quiénes somos para Dios, y quiénes somos el uno para el otro; y quién es el mundo para nosotros.
La Eucaristía es también el lugar donde podemos aprender y experimentar una universalidad que no está en oposición a la realización local, a la identidad y a la plenitud. Esa plenitud es la que yo pido para vosotros, hermanos sacerdotes. Y exhorto a los demás fieles a pedir para vosotros, ahora que delante de mí renováis vuestras promesas sacerdotales en la antesala del Misterio Pascual. Santa María, Madre de Cristo Sacerdote, interceda por todos nosotros. Amén».