Les mostramos, íntegro, el texto de la homilía que el arzobispo de Toledo, Braulio Rodríguez, ha pronunciado en la Catedral Primada de la capital regional durante la Santa Misa de la Resurrección del Señor:
«Este es el día que hizo el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo. Éste es el día que las tinieblas no lograron apagar. Éste es el día que no ha estado precedido por ningún otro ni le pondrá término ninguna noche. Éste es el día durante el cual el que camina no tropieza. Éste es el día que nunca nada podrá hacer olvidar, ni el paso de los siglos podrá oscurecer. El que permanece siempre con el Padre nos ilumina hoy con resplandor inmortal al resurgir victorioso de la muerte.
Que él llene nuestra mente, que lo proclamen nuestras palabras, que lo adore nuestro espíritu, que lo glorifiquemos y lo llevemos en el cuerpo; pidámosle con oración constante que a quienes libró del dominio de la primera muerte y les devolvió la libertad por la cruz y la pasión de su carne, no les permita ser presa de la ruina de la segunda muerte. R/ Amén.
Él, que posee contigo una misma e igual esencia, Dios por los siglos de los siglos. Amén.
(Liturgia Hispano-Mozárabe, Oratio admonitionis del Domingo V, formulario II)
Así canta la alegría de la Pascua nuestro rito Mozárabe; hasta ese punto se alegraban nuestros antepasados. Sí, hermanos, Éste es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo. No por casualidad, pues, hoy leemos este Salmo 118, porque la resurrección del Señor ha abierto el abismo en que se encontraban los muertos. Tened en cuenta, hermanos, que los recién bautizados de la Iglesia en la noche pascual han rejuvenecido la tierra; también la rejuvenecemos nosotros, bautizados en otro tiempo, pero renovados hoy en la Pascua.
La resurrección de Cristo es vida para los difuntos, perdón para los pecadores, gloria para los santos. Sabemos que, desgraciadamente, para muchos cristianos este Domingo, con la gran Vigilia Pascual, no significa mucho y hasta lo llaman fin de las vacaciones, fin de semana más larga. Sí, hay procesiones en los días de esta Semana Santa, pero, llegado el sábado, todo vuelve a su ritmo. Nada ha pasado. La vida sigue. ¿No ha pasado nada? No podemos aceptar semejante disparate: la luz que es Cristo no puede ser frenada por los muros ni ensombrecida por las tinieblas. La luz de Cristo es verdaderamente un día sin noche, un día sin fin. Resplandece por todas partes, permanece en todas partes.
Entonces, ¿por qué no ilumina la vida de tantos cristianos mediocres, indiferentes, o de tantos hombres que menosprecian e insultan en ocasiones a Cristo y a su Iglesia? ¿Acaso no es creíble la Resurrección del Señor? Hay que decir, sí, que la Resurrección no es un suceso de la Historia, porque está por arriba de la Historia de los hombres; lo cual no significa que los testimonios que tenemos de ella no sean rigurosamente históricos; pero quiere decir que es un suceso trascendente, como lo es la Encarnación y todos los misterios de Cristo. Son objeto de la Fe. En ese caso, ¿el que no cree en la Resurrección está justificado y no tiene culpa? No necesariamente.
Hermanos, los sucesos históricos, rigurosamente demostrables y que no se pueden negar ni tergiversar razonablemente, sin duda nos ponen delante de afirmaciones nuestras, y nosotros de hecho las hacemos, aunque tengamos que dar un paso, o un salto obligatorio por un lado; y por otro, libre. Si a mí me hacen la demostración del teorema de Pitágoras, yo no soy libre de aceptar o negar tal teorema; me veo intelectualmente forzado a admitirlo. Pero si me hacen la demostración de la Resurrección de Cristo, aunque en su plano o ámbito tan racionalmente completa como la del teorema famoso, yo soy libre de creer o no creer. Por eso la fe es meritoria, es algo más que simplemente natural. Si doy el salto a la fe, lo hago libremente; si no lo doy, también soy libre, pero responsable, pues me cierro a la gracia de Dios.
Miren ustedes cómo se da cuenta de la Resurrección de Cristo en una Historia Universal muy famosa, libro de texto para las escuelas de Inglaterra hace ya unas décadas:
La mente de los discípulos se hundió por una temporada en la oscuridad. De repente surgió un susurro entre ellos y varias historias, historias más bien discrepantes, que el cuerpo de Jesús no estaba en la tumba en que fue colocado, y primero éste y después este otro lo habían visto vivo. Pronto ellos se hallaron consolándose con la convicción de que se había levantado de entre los muertos, que se había mostrado a muchos y ascendido visiblemente a los cielos. Testigos fueron hallados para declarar que positivamente lo habían visto subir al cielo, Él se había ido, a través del azur, a Dios…
Esta es la versión que da del suceso básico de la fe cristiana gran parte de la «cultura» contemporánea, la cultura dominante. ¿Es posible aceptar esta versión? De hecho muchos la creen, sobre todo los que se creen sabios y progresistas, e influyen en tantos jóvenes que acríticamente se tragan el anzuelo de la acusación: lo que vieron los Apóstoles y discípulos, incluso en el lago de Galilea, no fue a Cristo, sino «alucinaciones visuales y auditivas…». ¿Y por estas alucinaciones fueron capaces de dar la vida Pablo, los Apóstoles y miles de cristianos de las primeras generaciones? ¿Explican así el desarrollo y la evangelización cristiana que puso tan en ridículo la cultura politeísta del Imperio romano?
Pues así lo creen muchos de nuestros «sabios», que nunca han estudiado, que son verdaderamente «jurásicos». Pero negar la existencia de Jesucristo y de sus misterios es mucho más difícil que negar la existencia de Julio César, Napoleón o Fernando VII. Será difícil dar ese salto de la fe; entendemos que algunos o muchos prefieran empantanarse en el absurdo, pero os digo, hermanos, que nuestra fe católica en la Resurrección en mucho más hermosa y razonable como para no dejarse llevar de la pereza de reflexionar y aceptar tópicos y lugares comunes, muy del siglo XIX y XX que no resisten un examen serio. Y así hay que conocerlo y enseñarlo en un mundo acostumbrado a vivir «como si Dios no existiera» o nuestra fe fuera cosas sin sentido.
Se puede expresar de este modo: La resurrección de Jesús va más allá de la historia, pero ha dejado su huella en la historia. Por eso puede ser refrendada por testigos como un acontecimiento de una cualidad del todo nueva. De hecho, la predicación apostólica de la resurrección, con su entusiasmo y su audacia, es impensable sin un contacto real de los testigos con el fenómeno totalmente nuevo e inesperado que les llegaba de fuera y que consistía en la manifestación de Cristo resucitado y en el hecho de que hablara con ellos. Sólo un acontecimiento real, no una alucinación o fanatismo, de una entidad radicalmente nueva era capaz de hacer posible el anuncio apostólico, que no se puede explicar por especulaciones o experiencias interiores.
«Increíble es que Cristo haya resucitado de entre los muertos; increíble es que el mundo entero haya creído ese Increíble; más increíble de todo es que unos pocos hombres, rudos, débiles, iletrados, hayan persuadido al mundo entero, incluso a los sabios y filósofos, de ese Increíble. El primer Increíble no lo quieren creer; el segundo no tienen más remedio que verlo; de donde no queda más remedio que admitir el tercero». Así es como argumentaba san Agustín en los albores del siglo V. Viene a decir que la existencia de la Iglesia, sin la Resurrección de Cristo, es otro absurdo más grande. No vale rechazar la existencia de la Iglesia sin rechazar a Cristo resucitado.
Pero no: «Ha resucitado…, no está aquí», hemos escuchado. «Viviréis, porque yo sigo viviendo», nos dice Jesús (Jn 14,19) a nosotros. Viviremos mediante la comunión existencial con Él, por estar insertos en Él, que es la vida misma, la vida eterna. De este modo, llenos de gozo, pudimos cantar con la Iglesia en el pregón pascual de anoche: «Exulten por fin los coros de los ángeles… Goce también la tierra…Cristo, tu Hijo resucitado… brilla sereno para el linaje humano, y vive y reina glorioso por los siglos de los siglos». ¡Aleluya, hermanos, Cristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado! Feliz Pascua».