«Se pueden celebrar muchas cosas. Hay celebraciones festivas y celebraciones luctuosas. Celebramos que algo nazca, crezca, mejore… Nos reunimos a festejar los éxitos, los comienzos que auguran un futuro feliz, la conquista de metas largamente acariciadas… También, aunque de otra manera, celebramos entierros.
Las personas nos sentimos felices cuando estamos a punto de conseguir algo que deseamos mucho, cuando todo apunta a una mejora inmediata. En momentos así estamos impacientes, deseando que llegue por fin lo esperado para poder celebrarlo. Por el contrario, cuando todo apunta a una pérdida, a un futuro peor o a un desenlace fatal, nos sentimos infelices, nos alarmamos y, desde luego, no deseamos celebrar nada.
Los más intentamos cambiar el rumbo de los acontecimientos, enderezar lo que se tuerce, conseguir que rectifiquen quienes tienen poder para hacerlo. Otros, desanimados y apesadumbrados, se desentienden e intentan salvar el tipo como pueden.
El 28 de enero es el Día de la Enseñanza y parece oportuno preguntarnos si tenemos algo que celebrar, si estamos en puertas de novedades ilusionantes o si, por el contrario, tenemos motivos para alarmarnos y luchar hasta conseguir que esto cambie. Lo que no es oportuno es desentendernos o dejarnos vencer por el desánimo.
Cuando los trabajadores y los demás miembros de la comunidad educativa nos paramos a pensar, no encontramos nada digno de celebrar. Vemos que la inversión en educación desciende brutalmente, que se cierran centros, se hacinan alumnos, se reducen plantillas, se eliminan servicios, se cobra por lo que antes era gratis, se deja de pagar a quien antes se pagaba, se dificulta el trabajo de los profesionales, etc. ¿Qué vamos a celebrar?
Si miramos lo que se avecina, tampoco lo que vemos nos permite ilusionaros. Nos duele ver cómo quienes tienen la obligación de velar por la salud de los centros educativos, especialmente de los de la red pública, hacen que estos centros sean menos y estén peor atendidos, mientras que anuncian a bombo y platillo que se incrementarán los conciertos y el dinero que se dedica a los centros privados.
Nos indigna que nuestros gobernantes estén dispuestos a abdicar de su obligación de garantizar el derecho de todo ciudadano a una plaza educativa en un centro público y que consideren la oferta educativa como un bien sujeto a las leyes de mercado, que si la demanda lo aconseja estén dispuestos a cerrar centros públicos, los de todos, los que llegan allí donde no hay negocio para los privados, en lugar de mimarlos como deberían hacer.
Nos duele y nos indigna que no se valore el trabajo de los profesionales, que se despida a miles de trabajadores para al año siguiente invitar a muchos de ellos a hacer durante diez semanas y sin cobrar lo que antes hacían todo el curso cobrando, como debe ser.
Y nos subleva que a la vez que se hace esto se contemple la supresión de miles de puestos de plantilla más. El Sr. Marín dijo en septiembre de 2011 que había más de 34.000 docentes en la enseñanza pública regional; hace unos días anunciaba que éramos 28.000. ¿Hasta dónde piensa llegar?
Nos anuncian una ley con la que dicen que van a mejorar la calidad. Pero cuando vemos su borrador nos encontramos con una ley que segrega al alumnado, que ignora a los profesionales y a la comunidad educativa, que aspira a convertir cuanto antes a nuestros jóvenes en mano de obra gratuita o pagada con donativos, que desconfía del trabajo diario de los docentes implantando numerosas pruebas externas, que vacía de contenido a los claustros y a los consejos escolares concentrando todo el poder en la persona que ocupe la dirección del centro. ¿Acaso piensan que con medidas como éstas van a mejorar la educación? ¿O es que piensan mejorarla amparando a los centros que segregan al alumnado por sexo o sustituyendo la formación en valores compartidos por la enseñanza de las creencias religiosas privadas?
No, Sr. Marín; no, Sra. Cospedal. No tenemos nada que celebrar. Ni lo que hacen ni lo que quieren hacer nos invita a ello. Cada vez somos más los que nos sentimos infelices, alarmados e indignados. Y cada vez somos más los que les exigimos que rectifiquen, que recuperen para todos lo que nunca debimos perder y que nos pongamos a cuidarlo entre todos. Y se lo exigimos en los medios de comunicación, en las reuniones y, cuando es necesario, en la calle. Rectifiquen ustedes. No estamos dispuestos a desentendernos. Sabemos que si lo hacemos lo que acabaremos celebrando será un entierro, el de la escuela pública, la escuela de tod@s para tod@s».
Alfonso Gil Simarro es secretario general de la Federación de Enseñanza de CC.OO. de Castilla-La Mancha.