La Asociación de Familiares de Represaliados en Valdenoceda (Burgos) entregará este sábado los restos de Vicente Martín Gil García Carpintero, un jornalero de 20 años, natural de la localidad ciudadrealeña de Daimiel, que fue condenado a 30 años de cárcel por «hablar de política» en un bar y que falleció en la prisión franquista de Valdenoceda a causa de las condiciones deplorables que los presos tenían.
Como cada año, la Asociación de Familiares de Represaliados en Valdenoceda, con motivo del Día de la República, celebrará un acto de homenaje a los presos de este penal franquista burgalés. En esta ocasión, los miembros de la asociación entregarán los restos de Vicente Martín Gil García Carpintero, que fueron exhumados en 2007 junto a los restos de otros 114 presos, muchos de ellos castellano-manchegos, que fallecieron de hambre y de frío en esta cárcel burgalesa entre los años 1938 y 1943.
El presidente de la Asociación de Familiares de Represaliados en Valdenoceda, José María González, señala que este acto servirá para que la familia de Vicente Martín Gil «cierre el eslabón de una cadena que alguien rompió en su día».
Sobre el represaliado, González indica que no tienen muchos datos sobre él al no haber encontrado su expediente penitenciario. Lo que sí saben es que fue detenido por «hablar de política» en algún bar de Daimiel cuando solo tenía 20 años. Un acto que lo llevó a que un tribunal militar lo condenara a 30 años de prisión por «adhesión a la rebelión«.
Tampoco conocen la fecha exacta de su detención, pero González asegura que se produciría a finales de la Guerra Civil, entre abril y mayo del 39. Hasta finales del 40, Vicente Martín Gil permanecería preso en «alguna prisión» de Ciudad Real, para ser trasladado en esa fecha hasta la prisión burgalesa de Valdenoceda, falleciendo el 13 de abril de 1941 de «colitis epidémica'», tal y como consta en su ficha de defunción.
El responsable de la asociación, con raíces también castellano-manchegas, muestra su satisfacción por el hecho de que esta familia, 83 años después, «por fin» pueda cerrar una herida que «jamás se debería de haber abierto».
También ha lamentado que el hermano de la víctima, José Martín Gil, con quien se entrevistó en Daimiel hace unos años para conocer más acerca de la vida de Vicente, no pueda recoger los restos de su hermano al haber ya fallecido.
62 presos fallecidos castellano-manchegos
Desde 2010, el sábado más cercano al 14 de abril, Día de la República, las familias de quienes murieron en la prisión de Valdenoceda se dan cita en las ruinas de la cárcel para rendir un merecido homenaje a los más de 150 presos republicanos que fallecieron de hambre y frío en este penal burgalés, entre ellos 62 castellano-manchegos: 52 de la provincia de Ciudad Real, cuatro de Guadalajara, tres de Toledo, dos de Albacete y uno de Cuenca.
Prácticamente todos morían por «colitis epidémica», que no era otra cosa que las consecuencias del hambre y del frío que padecían estas personas, que se encontraban en “situaciones inhumanas” en dicha prisión.
Actualmente, la asociación ha logrado identificar ya 88 de los 114 cuerpos recuperados en la excavación de 2007. Quedan por localizar 26 familias, para que aporten sus muestras de ADN y proceder al cotejo con el recuperado de los huesos. Y también queda pendiente, recuerdan desde la asociación, una nueva excavación para tratar de sacar a la luz la treintena de restos localizados en las tumbas más modernas, que todavía no se han podido recuperar.
Hambre, frío y humedad
Valdenoceda es una pequeña localidad del norte de Burgos. Allí se encontraba, antes del inicio de la Guerra Civil, una fábrica de sedas. Por los sótanos de la fábrica pasaba un canal del río Ebro, que servía para mover las aspas de la maquinaria. La fábrica cerró en los primeros años de la Guerra. Desde 1938 y hasta 1943, se convirtió en una de las más terribles prisiones de castigo del régimen del general Franco.
Allí eran trasladados presos de toda España, víctimas de la represión, juzgados por cualquier motivo y condenados, paradójicamente, en la mayor parte de los casos, por ‘adhesión a la rebelión’. Por la cárcel, convertida con el tiempo en un auténtico campo de exterminio, pasaron varios miles de personas. El edificio, compuesto de tres plantas y con capacidad para menos de 300 personas, llegó a albergar a casi 1.600 presos.
A las malas condiciones de vida y al hambre se unían los castigos físicos. Cualquier mal comportamiento (no levantar el brazo para entonar el ‘Cara al sol’, moverse durante la formación a filas, fumar sin autorización, etc.) era merecedor de un traslado a la celda de castigo. Ésta estaba situada en los sótanos de la cárcel, junto al canal del río Ebro. La celda siempre tenía agua, pero cuando el río se desbordaba, la celda se inundaba y el preso debía permanecer quieto, helado de frío y con el agua al cuello, sin ni siquiera poder dormir.
A todo ello se unía el frío. Temperaturas bajo cero y las nevadas habituales del norte de Burgos eran una constante durante el invierno. Los presos no disponían más que de una pequeña manta. Durante las noches, unos se acercaban a los otros para darse calor y poder sobrevivir.
También eran habituales los insectos, normales en un lugar fétido como éste. Desde la Asociación señalan que los presos que sobrevivieron han recordado siempre las manchas oscuras sobre el techo durante el día. Al inicio de la noche, las manchas comenzaban a descender por las columnas y se dirigían en masa hacia los presos. Eran chinches. “Miles de picotazos de chinches asediaban todas las noches”.
Se tiene constancia documental de, al menos, 154 presos enterrados. Se sabe también, a través de testimonios de presos supervivientes y de familiares de personas que pasaron por el penal, de muchos otros penados que estuvieron en la prisión, fueron sacados de madrugada de su interior y nunca más fueron encontrados. En los alrededores se encuentran numerosas cuevas y se cree que muchos presos fueron asesinados y arrojados a su interior, sin dejar rastro para nadie y sin que su ejecución fuera comunicada siquiera a la familia.