«Ustedes hagan la ley, que yo haré el reglamento», espetó el primer Conde de Romanones ante un arco parlamentario hostil con su persona en un tiempo gafado por la inanidad y el desconcierto de la sociedad española, y que trajo los primeros estertores de lo que vendría después. Mientras Ortega iba perfilando su posterior raciovitalismo («Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo») en las Meditaciones del Quijote, Giner de los Ríos abrazaba el krausismo en sede de la Institución Libre de Enseñanza (ILE).
No fue fácil el tránsito de una España devastada por la impotencia de la sociedad frente al caciquismo y la pobreza, que había venido a menos desde la mitad del siglo XVII, hacia una modernidad sin rostro desdibujada por el ansia de liberarse del atraso secular, sin caer en la cuenta de que el germen de los males se encontraba en el propio desorden social y en la incapacidad para vertebrarse en torno a un estado-nación.
Liberal era el tullido Romanones, y liberal se autoproclamaba la izquierda del último tercio del XIX. Pero, también, liberales de la enseñanza se hacían llamar el elenco de los renovadores de la cultura que se dispusieron en torno a la ILE y a Giner de los Ríos. El desorden intelectual de la época llegó al extremo de que, para acabar coincidiendo en el reproche generalizado al decrépito estado de la enseñanza y de la ciencia en la España de principios del XX, Ortega tuvo que llamar «energúmeno español» a Unamuno, después de que este «africanista» proclamara en 1906 «que inventen ellos», para acabar en 1912 reafirmándose en contra del cientifismo («…bachilleres Carrascos del regeneracionismo europeizante…»).
Toda una polémica tan encendida como extemporánea, puesto que ya se estaba gestando una fusión por absorción de las ciencias naturales sobre las sociales, y sobre la propia filosofía, en torno al Círculo de Viena y su determinismo, y que tanto daño han producido.
Cuando miramos el escenario en el que profesa la universidad española 100 años después, podemos hacerlo con luces largas y en un horizonte expedito y diurno como la llanura manchega, o con los tenues candiles de un Ford T de 1906 en la noche oscura. Hoy, Unamuno seguiría llamando «regeneracionistas europeizantes» a los que argumentan la necesidad de caminar hacia el 3+2 europeo (años de grado y de postgrado, respectivamente), mientras que Ortega probablemente seguiría insistiendo en el lastre africanista de los que creen en el sino de la sociedad española.
Pero, uno y otro se estarían moviendo en escenarios conceptuales diferentes: mientras el vasco enfoca sus luces largas sobre las convicciones, la peculiaridad y la lentitud de los cambios sociales, el madrileño está pensando en el secular aislamiento de la sociedad española, en la necesidad de normalizar métodos científicos y en el binomio virtuoso que representan la ciencia y el progreso material. Dos planos, el emocional y el material, que parecen mostrarse antagónicos, cuando en realidad no son sino visiones complementarias de un mismo itinerario, de manera que solo cuando ambos confluyen armónicamente en una sociedad son capaces de situarla en la línea de vanguardia del mundo.
Desgraciadamente, las luces cortas son las que vienen alumbrando el quehacer de una sociedad, la española, que no acaba de superar el trauma del siglo XIX, incurriendo en una enorme desvertebración moral e intelectual. Ya en el plano educativo, en España hemos caído en la tentación de confiar la salida del bucle al quehacer de los pedagogos, convertidos a la sazón en el tradicional remedo del palo largo y mano dura, cuyo resultado es el hombre-masa, ese «niño mimado de la Historia» que acuñó Ortega, despojado de identidad y atraído por el culto a la personalidad.
Un país acostumbrado a la perversión del vocablo reforma, gaveta vacía y simple vestidor de tácticas cortoplacistas. Así es como en España se les llama a los cambios regulatorios y desconexos en los distintos niveles educativos. Así es como al sistema universitario español se le dota de un régimen organizativo asambleario, cuando ya la experiencia del último siglo abundaba en infinidad de ejemplos de culto a la personalidad y de caos. Así es como se vuelve a reformar en 2001 buscado el cambio, ahora por estrangulamiento, de un sistema universitario concebido como falsamente autónomo.
Que en España carecemos de la visión del todo no es una novedad histórica. Pero es especialmente lacerante cuando del sistema educativo se trata. La falta de luces largas es lo que conduce a una visión reduccionista e institucionalista que prescinde de la necesidad social para abrazar la necesidad institucional. Solo así se entiende que se emprendan las mal llamadas reformas universitarias, dejando de lado las necesidades, en paralelo, de la población específica no universitaria.
Solo así puede entenderse cómo la autonomía universitaria se ha cimentado sobre un régimen orgánico asambleario que diluye las responsabilidades del rector, a la vez que este aboca para sí la práctica totalidad de las decisiones. Solo así puede entenderse que el sistema universitario español sea el que más porcentaje de jóvenes atrae sobre la población de edad específica, de todos los europeos. Solo así pueden entenderse la uniformidad y la rigidez de una oferta universitaria pública que, en breve, no será capaz de competir con la oferta privada. Solo así…
De poco sirve, sin embargo, que una universidad pública se esconda en este montón de inoperancias sistémicas, confiando en que el mal de muchos le proporcione el consuelo necesario para la supervivencia de sus responsables. Pero, desgraciadamente, esta es la táctica que parece haberse apropiado últimamente de la Universidad de Castilla-La Mancha. Los que nos dedicamos directamente a producir conocimiento y los que ayudan a producirlo no queremos enjaular a nuestros alumnos bajo el yugo de la imposibilidad económica de sus familias para optar por otras universidades.
Deseamos, por el contrario, que la sociedad castellano-manchega nos merezca. Más allá de las restricciones impuestas por la indolente regulación general universitaria y por las penurias económicas sobrevenidas, con ser importantes, debe encontrarse el inconformismo del máximo responsable de nuestra Universidad, que no el feudo. No hay, señor Rector, excusatio manifesta. Tampoco se trata de hacer reglamentos en contra de las leyes, al más puro estilo de Romanones, sino de conciliar a Ortega con Unamuno.
Creo que la inmensa mayoría de la comunidad que formamos los universitarios de la UCLM estaríamos dispuestos a apoyar a un candidato a rector que entienda de verdad la esencia de este mensaje. Se hace perentorio confiar en un timonel que reconozca con tolerancia algunos errores pasados y que reconcilie, como ya lo estuvo, la Universidad de Castilla-La Mancha con la sociedad; sociedad que, dicho sea de paso, hasta nos ha prestado el nombre.
José María Cantos (catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Castilla-La Mancha)