lunes, 25 de noviembre de 2024
artículo de opinión 30/10/2012junio 13th, 2017

«Últimamente casi nadie se asombra cuando hablamos de gente expulsada de sus casas. Puede que, si acaso, alguien todavía se sorprenda al descubrir con espanto que desde el 1 de abril al 30 de Junio de 2012 se han ejecutado 47.943 hipotecas según datos del Consejo General del Poder Judicial. Exactamente una media de 526 familias son desalojadas de sus viviendas todos los días por bancos, banqueros, policías, jueces y un sistema jurídico incapaz de responder con la cerrilidad necesaria a la realidad social. Pero por lo demás, el desahucio es una palabra que suena familiar en nuestros oídos. Es lógico. 526 familias que pierden sus casas a diario en nombre de los grandes propietarios hace difícil ocultar lo que ocurre. ¡47.943 hipotecas! 47.943 locales y casas arrebatados por la codicia.

Es apabullante, pero solo es un número. Impersonal, abstracto, frío. La semana pasada, el trágico suicidio de un hombre a punto de ser desahuciado puso rostro a la tragedia, jalonando las abultadas cifras. Una vez superada la cólera generada por el impacto de la noticia, las hipotecas ejecutadas vuelven a ser un número. Un ciudadano de a pie lee, analiza y tras suspirar pasa a la siguiente página del periódico. Es una estrategia de supervivencia. Cualquiera que siga la actualidad política y económica debe aprender a convivir con terribles realidades sino quiere volverse loco. Pero la cosa cambia cuando se vive de cerca. Cuando una de esas 500 familias lo pierde todo en tu pueblo, en tu misma calle, en tu acera, en tu portal. Entonces la indiferencia es intolerable. Cuando la noticia deja de convertirse en noticia para formar parte de la cotidianeidad habitual de nuestras vidas, cuando abandona los titulares para afectar a un vecino, a un amigo, o al tipo con el que te cruzas todas las mañana de camino al trabajo, entonces, el silencio se vuelve más que nunca cómplice y nuestra pasividad colabora activamente con la injusticia. Pues bien, precisamente eso mismo ocurre en nuestra apacible y tranquila ciudad. Mientras el paro arrasa y se pauperizan nuestras vidas a base de recortes, reina la normalidad. Somos un pueblo pacífico, un pueblo sacrificado.


Pero diantres, todo tiene un límite. Entiendo que supiéramos privarnos de lujos que nos son tales, que mientras crecía la cola del paro tuviéramos paciencia. Entiendo que cuando se nos expulsaba de servicios sociales básicos aguantáramos estoicamente. Pero no puedo asimilar que sigamos callando cuando vemos a los hijos de nuestros vecinos siendo arrebatados por los servicios sociales de las manos de sus padres porque ya no pueden pagar una casa. Se les niega un derecho, el de vivienda, que debería ser inalienable, intrínseco a la dignidad de la mujer y el hombre, un derecho, que no lo olvidemos, está reconocido en el art. 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Un derecho que nuestro país se ha comprometido a respetar en tratados internacionales como el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Aún más, ¡un derecho que forma parte de los principios rectores de la política social y económica que impone nuestra Constitución! Papel mojado. Prima el principio de autonomía de la voluntad contractual y el de seguridad jurídica aunque el conflicto transcienda de forma evidente el ámbito privado y afecte a otros principios constitucionales como el de estado social y democrático de derecho, igualdad o justicia.

Pero no soy ningún ingenuo. No albergo esperanza alguna en el gobierno o en el legislador secuestrado. No escribo esto para reprocharles a ellos lo que ya es evidente ante los ojos de todo el mundo. El gobierno hace exactamente lo que se espera que haga el gobierno. ¿Pero y nosotros, la sociedad civil? ¿Estamos haciendo lo que se espera de nosotros? Los burócratas de los ministerios de justicia o de interior no pueden compadecerse de la mujer de 80 años que vivía en el 5ºD. ¿Podemos nosotros ignorarla? En otros lugares, menos leales a la vida contemplativa, ya hace tiempo se pusieron en marcha plataformas de afectados por la hipoteca, colectivos de ciudadanos que se organizan y luchan. Y lo consiguen. Evitan desahucios, renegocian deudas, asesoran a las víctimas y forman redes de apoyo mutuo. Aquí de momento ha sido un sueño imposible, es hora de reaccionar.

¿Pero quién debe hacerlo? La respuesta obvia es todos. La ciudadanía en su conjunto es necesaria para parar el desastre. No dudo de la buena disposición de los movimientos sociales y de su fuerte compromiso. Eso es lo único que está garantizado. Ojalá fuera suficiente, pero por desgracia no lo es. Y en ese sentido unos somos más responsables que otros. Aquellos que tenemos el privilegio de acceder a herramientas que otros no tienen también tenemos una especial responsabilidad. Es el momento de que la universidad abandone de una vez por todas su torre de marfil a medio derrumbar. El momento de salir del campus recortado y comprometerse con la ciudad, con los hombres y mujeres que son sus vecinos. Ahora que en sus entrañas sufre la injusticia de los recortes, la universidad tiene más que nunca motivos para la solidaridad, tiene el deber de poner al servicio de un pueblo que sufre su conocimiento. Compañeros y compañeras juristas, profesores y alumnos, ¿acaso no es hora de redoblar nuestros esfuerzos? ¿Acaso no es el momento de devolver a la sociedad el privilegio que nos ofreció al brindarnos una universidad pública? ¿Es ético permitir que sigan echando a la gente de sus casas sin un buen asesoramiento jurídico? ¿Podemos ignorar el hecho de que tenemos las herramientas para impedirlo? La movilización es imprescindible. Que los afectados se organicen y luchen también. Pero si nosotros no ponemos a su disposición las herramientas teóricas y prácticas de las que disponemos, están perdidos. Nuestros vecinos nos necesitan. Nuestros amigos, compañeros y conocidos nos lo imploran. Reacciona».

Jorge Fernández Morales, miembro de Grupo Universitario de Crítica Jurídica de Ciudad Real.

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