lunes, 25 de noviembre de 2024
Artículo de opinión 19/01/2016junio 7th, 2017

«El día 21 de enero se celebra el Día Europeo de la Mediación, y por ello, procede hacer una reflexión, si se quiere «sui generis», acerca de la mediación y después de casi cuatro años de la entrada en vigor de la ley de mediación en asuntos civiles y mercantiles.

Pues bien, a mi entender, poco a poco, pero de manera sólida e inexorable, se está implantando la idea en los operadores jurídicos (abogados, procuradores, jueces, letrados de la administración de justicia, etc…) de que los conflictos, del tipo que sea, no tienen por qué resolverse en los juzgados salvo que éste sea el último remedio.


De hecho, cada vez son más los abogados, procuradores, … que se forman en métodos alternativos de resolución de conflictos, entre los que destaca sobre el resto la mediación, por ser un sistema eficaz y «diseñable» a la medida de las partes en cada conflicto.

No obstante lo anterior, y aunque parezca difícil de creer, está resultando más complicado convencer a la ciudadanía de las bondades y virtudes de los sistemas alternativos al judicial, de las ADR´s. Todo conflicto, para ser efectivamente resuelto, necesita disolver el elemento emocional, necesita de una gestión eficaz de la carga emocional que el propio conflicto lleva implícita y esa correcta y adecuada gestión emocional es la que permitirá que las partes sientan que su conflicto está superado. Sin esa gestión, como ocurre en un juzgado, el conflicto permanecerá latente o, en muchos casos, incluso agravado.

Como ha dicho ya algún compañero mediador, » una demanda puede ser el mejor medio para dar al traste con tales intereses, a pesar de que fue puesta por el abogado con la mejor intención, sin duda, de acuerdo con su lex artis, y, en no pocas veces, atendiendo al imperioso reclamo de su mandante».

Los que, como yo, estamos formados en derecho y llevamos ya muchos años resolviendo conflictos, tenemos la tentación profesional de considerar el conflicto (todo conflicto) como una cuestión jurídica, estrictamente jurídica: estudiamos las leyes y normas aplicables al caso, las interpretamos, buscamos jurisprudencia que nos dé la razón, retorcemos las cláusulas de los contratos para que encajen en la interpretación que de las mismas tiene nuestro cliente –o resulte más interesante para defender nuestra posición- y llegamos a conclusiones que yo denomino «blanco-negro». Nuestro cliente tiene razón en derecho o nuestro cliente no tiene razón en derecho.

Pero créanme si les digo que la solución impuesta no existe. Pregúntese el lector cómo reaccionaría ante una imposición que considera injusta y comprobará el por qué digo que la solución impuesta no existe. Cuando se estudian métodos alternativos de resolución de conflictos y cuando se comprueba que la juridificación (permítaseme el «palabro») o la judicialización de los conflictos resulta ineficaz para resolverlos en un porcentaje altísimo (alrededor de tres cuartas partes de las sentencias necesitan ser ejecutadas de manera coactiva pues no son cumplidas voluntariamente por el condenado), se llega a la conclusión de que cada conflicto necesita de un sistema de resolución propio y no existen soluciones globales para conflictos particulares. Cada problema necesita de su propio sistema de resolución.

No pretendo en absoluto eliminar los métodos adversariales y heterocompositivos (Tribunales, juzgados, cortes arbitrales,…). Es más, al contrario, defiendo su absoluta necesidad. Ahora bien, considero que el recurso a estos sistemas ha de quedar circunscrito a aquellos casos en los que el conflicto no haya podido ser resuelto en primer lugar por la propia responsabilidad de las partes y, en segundo lugar, con la ayuda e intervención terceros imparciales y «no decisores». Por ello, solo cuando habiéndose intentado -de manera efectiva- la resolución no adversarial y el conflicto persista, éste habrá de ser resuelto por un tercero que impondrá su solución al margen de los intereses reales de las partes, bien un juez, bien un árbitro.

Quienes mejor conocen el conflicto son las partes enfrentadas en él y, por ello, son ellas quienes, por sí solas o con la ayuda de un tercero imparcial, deben implicarse y responsabilizarse en la mejor resolución de su problema pues solo ellas podrán «crear» la solución que consideren más adecuada para superarlo.

Esta flexibilidad y libertad de las partes para resolver su problema desaparece cuando se recurre a los tribunales o a las cortes arbitrales y es por eso por lo que necesitamos hacer ver a la ciudadanía que esta libertad y flexibilidad, utilizada de manera inteligente y creativa, permitirá alcanzar pactos y acuerdos que serán imposibles en un juzgado o en una corte arbitral.

Como he dicho antes, todo conflicto lleva aparejadas distintas emociones que necesitan ser bien gestionadas para que el problema pueda ser eficazmente resuelto. Por eso hemos de evitar que una mala gestión de esas emociones nos nuble nuestra inteligencia y nos impidan tomar decisiones racionales (las que tomaríamos si la emoción no estuviera presente). Si no resolvemos la cuestión emocional corremos el riesgo de perder las riendas de nuestro propio problema y eso tendrá consecuencias, seguramente, desagradables para nuestros intereses.

Cuando alguien se encuentra en esa situación de descontrol y desesperanza en la resolución de su conflicto es cuando suele recurrir «a su abogado», como experto en resolución y tratamiento de conflictos. Y resulta curioso comprobar como el ciudadano se resiste a aceptar de grado que «su»abogado le proponga, una vez escuchado el problema -y en lugar de la presentación inmediata de la demanda ante el juzgado-, aquellos medios, técnicas o procedimientos que, según su formación, considere más adecuados para su superación, tales como la negociación, la colaboración, la mediación, la conciliación,…procedimientos, todos ellos, en los que el abogado, como experto en prevención y gestión de conflictos, habrá estado asesorando a su cliente para que su interés se realice propiciando la cooperación con la otra parte en la búsqueda de la mejor solución para ambas partes.

Hemos de superar, de una vez por todas, el sentido revanchista y vengativo que algunos aún mantienen de la Justicia, olvidarnos de aquello de «con tal de verle ciego soy capaz de sacarme yo un ojo» pues así no gana nadie: ni el ciego porque se quedó ciego ni el tuerto porque se acordará siempre del ojo que se quitó y, pese a ello, el problema así «resuelto» seguirá existiendo».

Pablo José Corrales es miembro de Acuer2 Mediación.

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