«Nos traen los medios de comunicación, los digitales, la muerte del boxeador Cassius Clay, por mucho que él y otros se empeñasen desde que se convirtió al Islam, bautizarlo como Mohamed Alí. Casi medio siglo después, uno aún veía la televisión en blanco y negro y no todo el mundo la tenía, hurgando en la memoria, aparecen las veladas de boxeo de púgiles extranjeros cómo Clay y otros de aquella época, curiosamente la mayoría de raza negra.
Pues cuando ver el boxeo, ser aficionado a este deporte, aún no era políticamente incorrecto, era una gozada ver cómo tumbaba a sus adversarios y cómo los medios de aquellos tiempos lo trataban muy bien. Ciertamente fue un adelantado en muchas cosas, ya que no todo el mundo tira al fondo de un río una medalla de oro ganada en un Olimpiada, porque no le dejaron entrar en un restaurante aduciendo que era solo para blancos. También se negó a luchar con el ejército de su país en la guerra del Vietnan.
Era un boxeador que encendía pasiones entre el público, famoso por ese juego de piernas que solo él poseía y que descolocaba continuamente a sus rivales. Se convirtió años después de su retirada al Islam y comenzó a denominarse Mohamed Alí, pero en el fondo, con el nombre que ahora tenía, pasa a formar parte de la leyenda y de la historia del boxeo mundial es con el primero que tuvo: Cassius Clay, el de siempre. Al hilo de este fenómeno surgieron en España boxeadores tan meritorios como Folledo, Legrá, Velázquez, Carrasco, Urtaín, Poli, etc, pero este fue el más grande, el más conocido y más venerado por la afición de mi época, aunque no entendíamos mucho de boxeo, pero conocíamos lo básico y nos caía simpático quizá por esa aureola de rebelde y de negro que tuvo que aguantar más de lo deseable en aquellos tiempos.
Descanse en paz y sirva de ejemplo a esas personas que aún hoy aguantan las dentadas del racismo en su propio ser y entorno».