domingo, 24 de noviembre de 2024
Artículo de opinión 15/04/2013junio 13th, 2017

«Buenos días. Permítanme que me presente. Como soy muy mayor me han llamado de diferentes formas e, incluso ahora, lo siguen haciendo dependiendo del país en el que esté. Por eso, pueden llamarme simplemente «T».

En mi juventud no me relacioné con muchas personas. Más bien llevaba una vida parecida a la de un eremita, rodeado de animales y de plantas. Nunca me ha gustado mucho conformarme con lo que hay, así que fui haciéndome mi propio camino en la vida.


Un día cualquiera me encontré con las primeras personas que había visto. No se diferenciaban mucho de otras criaturas con las que ya había tratado, pero tenían algo especial. Entonces no sabía describirlo. Vivían en unas cuevas que podía llegar a ver desde mi casa, y bajaban a menudo a pescar barbos y carpas. Lo cierto es que aprendieron muy rápido, y en un abrir y cerrar de ojos, ya habían hecho una pequeña ciudad, con su muralla y todo.

Muy pronto llegaron unos extranjeros más belicosos y con un ropaje muy diferente. Me enteré que habían venido de una ciudad llamada Roma. A pesar de sus primeras maneras, no pararon de hacer puentes y edificios que embellecieron la ciudad. Mi favorito fue un acueducto, que traía agua desde una distancia de casi 40 kilómetros.

No les dio tiempo a hacer mucho más, porque en poco tiempo fueron desalojados por otros pobladores, bárbaros les llamaban, que heredaron gran parte de su conocimiento. Creo que llegaron a conquistar la mayor parte de la Península Ibérica.

Cuando ya parecía que todo estaba tranquilo llegó desde el sur otro nuevo pueblo, éstos más morenos que los godos, que así se llamaban esos bárbaros a los que me refería. En cosa de poco tiempo se dedicaron a crear huertas en el entorno de mi casa, con multitud de acequias y sistemas de distribución de agua. Cada poco tenían que resguardarse tras las murallas, pues eran atacados por los descendientes de estos godos.

Finalmente, un rey llamado Alfonso llegó a recuperar la ciudad. Aún recuerdo ese día en que vi al rey, ufano sobre su caballo, cruzar por el Puente de Alcántara hasta el remozado Castillo de San Servando. Me consta que fue una época de muchas tensiones, porque fui testigo de muchos enfrentamientos entre miembros de distintas religiones. A alguien tan atemporal como yo le hace mucha gracia que mis vecinos no se den cuenta que los intereses económicos se disfrazan a menudo de diferencias ideológicas.

Pero sigamos adelante, que ya me estoy alargando mucho. Varias generaciones de estos cristianos se afanaron en edificar auténticos símbolos de la ciudad. Me dicen que en el centro llegaron a construir una gran catedral. Realmente no puedo llegar a verla muy bien, pero su gran torre asomando entre el resto de los edificios apunta maneras. La que no me cuesta admirar es una iglesia algo más moderna cuyos muros veo descolgarse del peñasco toledano. San Juan oigo a los turistas que se llama, y de los Reyes, por una reina llamada Isabel que tuvo a bien proyectarla. Por cierto, qué gallardo puente permite el acceso a la ciudad desde el oeste hasta las cercanías de esta iglesia.

Poco después construyeron otro de mis edificios favoritos. La verdad es que el pobre tampoco ha tenido mucha tranquilidad, porque entre unas cosas y otras, siempre ha andado de obras. Fue mandado edificar por un gran rey, tan grande que le llamaban «El emperador». Su reinado fue una época muy entretenida para mí. Un ingeniero italiano se empeñó en levantar un artilugio para ahorrar el continuo trajín de las mulas subiendo y bajando a mi casa. Finalmente lo logró, pero me enteré que, a pesar de su hazaña, no fue tratado por los toledanos ni con el respeto ni la honradez debida.

Al poco dejé de ver reyes por estos lares. Por lo menos cambié monarcas por artistas. Recuerdo especialmente tres de ellos, que en sus obras me trataron de manera muy cariñosa. Dos escritores (Garcilaso y Miguel) y un pintor extranjero (Domingo). Qué años tan dorados…

Fue precisamente otro Carlos, pues así se llamaba el emperador al que antes me referí, el que se empeñó en darme empleo para templar una de las manufacturas más famosas de la ciudad: el acero. Qué fábrica tan bonita construyeron en mi vega baja. Ya sé que me van a decir que el de las armas no es un negocio muy honrado, pero no sólo de fabricar armas he vivido.

Justamente estas armas venían buscando los últimos ejércitos extranjeros que divisé. Esta vez venían de Francia, e incluso tuvieron que traer a su propio «emperador» a la cabeza. Tras dañar algunos monumentos de los que he hablado anteriormente, debieron volver por donde habían venido.

Cuando creía que ya lo había visto todo, recibí la visita de dos invitados inesperados. Tecnología y turismo eran sus nombres. El primero llenó mis dominios de aparatos para producir electricidad. Se ve que no aprendió del intento fallido del ingeniero italiano. El segundo trajo multitud de visitantes, nacionales y extranjeros, éstos ya en son de paz. Por suerte, las únicas «armas» que disparaban eran los flashes de sus cámaras.

Qué trajín. No sé si es una crisis pasajera, pero cada vez me veo más cansado. Tal vez estoy exagerando, pero a pesar de que siguen viniendo a visitarme, noto que la gente ya no disfruta tanto cuando viene a verme. Sé que no estoy igual de transparente, que no tengo tanta vida, que no huelo tan bien, pero no tengo la culpa.

Afortunadamente, una vez al año, como un déjà vu recurrente, vuelvo a sentir el vigor de mi juventud. Algarabía, mucha gente disfrutando conmigo. Pero sé que no es lo mismo, no pueden ocultar la pena en sus caras.

Por eso, termino mi biografía lanzando un reto. Señores políticos que me usan como arma arrojadiza, queridos ciudadanos que ensucian mi casa, ¿cómo quieren que siga mi historia?».

 

Rafael Camarillo Blas es vicedecano de la Facultad de Ciencias Ambientales y Bioquímica de la Universidad de Castilla-La Mancha.

(Visited 37 times, 1 visits today)