El pasado 3 de noviembre de 2022 falleció en Pamplona Santiago Bernácer Badajoz, más conocido como Iago, a los ocho años y medio de edad. Iago era alumno de 2º de Primaria del CP Paderborn, donde disfrutaba con sus amigos tirándose por el tobogán, yéndose de excursión y haciendo las actividades que proponía la profesora. A Iago le encantaba la música, para la cual estaba especialmente dotado: era capaz de aprenderse una canción y tararearla tras escucharla un par de veces y solo disfrutaba delante de la televisión escuchando conciertos de cualquier tipo de música. Además, le encantaban los cuentos, que reclamaba sin descanso a todos cuantos tenía cerca. Su animal favorito era el lobo, quizá inspirado por la lástima que le producía que el villano de aquellos cuentos siempre fuera este animal, de aspecto tan noble en la naturaleza.
La sonrisa de Iago
Pero, por encima de todo, Iago disfrutaba abrazando a la gente. No podía evitar lanzar los brazos hacia las voces que le resultaban de confianza, especialmente de mujeres. Le gustaba tantear el cabello para comprobar cómo era el peinado y, cuando le daba el ímpetu cariñoso, hacía una especie de candado con las manos y apretaba con todas sus fuerzas, mientras emitía un gemido de esfuerzo y ponía una de sus sonrisas. Porque, de hecho, lo más característico de Iago era su sonrisa, unas veces de medio lado y otras a boca llena, mostrando una dentadura tan caótica como adorable. Sin querer caer en el tópico, era una sonrisa contagiosa: una vez, en el supermercado, una chica de unos veinte años le miraba con una extrañeza incluso hostil. Entonces, Iago lanzó una de sus sonrisas y esa hosca mirada se transformó en un gesto de ternura que se fundió con la alegría que irradiaba Iago.
Sí. A Iago le miraban con extrañeza, a pesar de ser un niño normal, que disfrutaba con sus compañeros de colegio, de la música, apiadándose del malo del cuento, y repartiendo amor -como todos los niños-. Quizá fuera porque se daba la circunstancia de que Iago era un niño sordociego, que padecía un síndrome extrañísimo, con una incidencia, por decir algo, de un caso entre diez millones. Iago nació porque sus padres eran unos antisistema, que no estaban dispuestos a aceptar que su hijo, por el mero hecho de no ver, no tuviera derecho a nacer. Los cuatro primeros meses de vida postnatal de Iago transcurrieron en el hospital, aunque apenas le costó dos semanas empezar a sonreír. Con un año fue operado en Madrid de una tetralogía de Fallot, una malformación cardíaca. Pasó dieciocho días en la UCI, casi solo, y esta vez le costó recuperar la sonrisa. Pero la recuperó. Porque, si algo era Iago, era un luchador: era sordociego pero oía con audífonos, tenía muchos problemas de crecimiento pero sabía cómo recurrir a los adultos para que le ayudaran en lo que necesitaba, le dijeron que su destino era un colegio de educación especial pero aprobó todo 1º de Primaria en un colegio ordinario, tuvo cinco paradas cardiorrespiratorias y salió de todas ellas, aunque tras la quinta fue solo para dejar que sus familiares se despidieran de él. Le dijeron que moriría a las pocas semanas de nacer y no solo sobrevivió ocho años y medio: disfrutó ese tiempo como pocos llegan a hacerlo, aunque vivan varias décadas.
Un luchador
Iago consiguió esos logros porque era un luchador, pero también porque tuvo la ayuda de muchos que creyeron en él. Además de su familia -sobra decir que le querían y admiraban con locura-, el personal de la ONCE, del Centro de Atención Temprana, de Eunate, del colegio y de diversos centros terapéuticos se volcó en él para darle la mayor calidad de vida posible. Como Iago no tenía medida en la correspondencia, lo que terminó haciendo fue mejorar la vida de todos sus familiares, educadores y terapeutas. El amor es así: solo es amor de verdad si es recíproco e ilimitado.
Los últimos instantes en brazos de su madre
En el amanecer del 31 de octubre, ingresado como otras veces por una neumonía, Iago sufrió una parada cardíaca. El magnífico personal de Pediatría del Hospital Universitario de Navarra consiguió sacarle también de esta quinta parada. Una manera más bonita de decirlo es que Iago, a pesar de haber encontrado el descanso, quiso volver para darle a sus padres un último regalo. Los últimos días de Iago en este mundo, que pasó inconsciente en la UCI, dieron la oportunidad a sus padres y familiares de hablar con él, darle las gracias, pedirle perdón y decirle que estaban preparados para que partiera cuando quisiera. Iago pasó sus últimos instantes en brazos de su madre, mientras le cantaba El Príncipe Azul, y quien escribe este texto asegura que sonrió tres veces: una a su madre, otra a su padre y otra a su hermana pequeña, Gabriela, quien no estaba presente, pero asegura que “siente cómo le lleva en brazos todo el rato”.
Iago no solo ha demostrado que toda vida es valiosa, sino que aquellos que necesitan más cariño son capaces de devolverlo multiplicado por cien, por lo que ellos son los que hacen que este mundo tan perdido pueda mejorar. Ha sido capaz de tocar los corazones de todos aquellos con los que se ha cruzado, gracias a su desprendimiento de amor y alegría.
«Si un niño disfruta el mundo es un poquito mejor»
Iago era un niño normal y, por lo tanto, como todos los niños, era extraordinario. Lo que le hacía extraordinario no era su sordoceguera, falta de crecimiento o síndrome polimalformativo sino que, como todos los niños, desprendía un amor inocente y una alegría incesante. Demos la oportunidad a los niños para que nos demuestren lo importante de la vida. No prejuzguemos quién va a disfrutar o quién va a sufrir, quién tiene derecho a vivir y quién tiene que ser descartado. Si algo nos ha enseñado Iago es que un niño disfruta sintiéndose querido. Y, si un niño disfruta, el mundo es un poquito mejor.