La Navidad parece que ya ha llegado, y con ella, el espectáculo de luces y escaparates resplandecientes que decoran nuestras ciudades. Pero detrás de esa fachada brillante, la realidad es otra: las luces no iluminan a quienes duermen en la calle, ni calientan los hogares que este invierno no podrán encender la calefacción. No engañemos: la pobreza no desaparece porque las calles brillen más. Y si algo es evidente, es que nuestra sociedad ha normalizado lo intolerable.
En pleno siglo XXI, cuando se nos llena la boca hablando de progreso, en España más de 13 millones de personas viven en riesgo de pobreza o exclusión social, según los últimos informes. Esos no son simples números. Son hombres, mujeres, niños y niñas, ancianos y ancianas que no tienen garantizado lo básico: un techo, un plato de comida, un mínimo de dignidad. No estamos hablando solo de quienes no podrán cenar en Nochebuena. Hablamos de los que no cenan ningún día. De los que comen gracias a bancos de alimentos colapsados. De los que convierten la caridad en su única esperanza porque las instituciones les han dado la espalda.
Acumulación obscena de riqueza
La pobreza no es un accidente ni una maldición; es el resultado de políticas que priorizan el crecimiento económico sobre el bienestar humano, de un sistema que tolera la acumulación obscena de riqueza mientras millones apenas sobreviven. ¿Cómo es posible que en un país que presume de estar entre las principales economías del mundo haya familias que no pueden poner leche en la mesa para sus hijos? ¿Qué dice de nuestra sociedad que haya ancianos eligiendo entre pagar la electricidad o comprar medicamentos?
¿De qué sirve que las plazas estén llenas de luces LED si miles de personas las ven desde el suelo, entre cartones? ¿Qué sentido tienen las campañas solidarias si el resto del año miramos hacia otro lado? La solidaridad navideña, tan efímera y complaciente, no soluciona un problema estructural que crece año tras año. España lidera los índices de pobreza infantil en Europa occidental, mientras el sinhogarismo se multiplica en las ciudades. La vivienda, convertida en un lujo inaccesible, condena a miles a vivir en la calle. Y, aun así, seguimos encendiendo luces como si todo esto no estuviera pasando.
«La pobreza no es un accidente ni una maldición; es el resultado de políticas que priorizan el crecimiento económico sobre el bienestar humano»
El Estado, cada vez más ausente, se contenta con parches. Las ayudas son insuficientes, los programas sociales se desploman y los discursos políticos están vacíos de compromiso real. Las empresas, que esta Navidad batirán récords de beneficios, parecen más preocupadas por adornar sus fachadas que por contribuir a un modelo económico justo. Y nosotros, los ciudadanos, ¿qué hacemos? ¿Compartimos una donación simbólica en redes y seguimos con nuestras compras?
El problema no es la Navidad. El problema es que usamos estas fechas para camuflar nuestras miserias colectivas. La pobreza es una violación de los derechos humanos. Que haya familias que no puedan cenar en Nochebuena no es una anécdota, es un fracaso. Pero que haya millones que viven con hambre o sin un techo todos los días del año, mientras aceptamos como normal esta desigualdad obscena, es el mayor escándalo moral de nuestro tiempo.
Esta Navidad debería ser un grito, no una excusa. Un grito contra la desigualdad obscena, contra el abandono institucional, contra nuestra indiferencia. No necesitamos más luces; necesitamos justicia social. No queremos campañas solidarias de un mes; queremos un compromiso real y permanente. Porque mientras sigamos iluminando nuestras ciudades sin iluminar las vidas de quienes viven en la sombra, estaremos celebrando nada más que nuestra propia hipocresía.
Enciende luces si quieres, pero no apagues tu conciencia.
Fernando Redondo.