Se trata de una escultura titulada por el propio escultor El tuerto de Béjar, una cabeza en bronce, realizada por Victorio Macho en 1905 con 18 años, cuando se estaba formando en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, en donde permaneció desde 1903 a 1907 becado por la Diputación Provincial de Palencia.
Una donación anónima hace que «El tuerto de Béjar» vuelva a su hogar
La obra El tuerto de Béjar aparece citada en el testamento que Victorio Macho otorgó en 1966, como una de las obras legadas “al pueblo español” con el deseo expreso de permanecer en Toledo en el museo creado para tal fin y gestionado por la, también creada por él, Fundación Victorio Macho.
Cuando en 1996 la Real Fundación de Toledo realiza el inventario de las obras del escultor para asumir su gestión, tras la fusión de ambas fundaciones, una serie de obras ya no estaban, siendo una de ellas la que ahora nos ocupa.
Gracias a las labores de rastreo que realizó la Fundación en los años inmediatamente posteriores por anticuarios y casas de subasta se recuperaron algunas como los dibujos El Pastor, El Trajinante, El Hermano del Obispo, Mirentzu, El Campanero, El Nieto de Sancho y Mi sobrinillo Angelín, así como tres desnudos masculinos, y últimamente el titulado El Hombre Bueno; pero El tuerto de Béjar siguió en paradero desconocido.
Los años han pasado y, aunque la esperanza puesta en su recuperación nunca flaqueó, la noticia de su generosa, aunque anónima, donación nos ha llenado tanto de sorpresa como de alegría.
Muy pronto, la escultura El Tuerto de Béjar volverá a ser expuesta en el Museo Victorio Macho, de donde nunca tuvo que salir, para poder ser admirada por todos, y se instalará en el hueco que tan gentilmente le han dejado sus obras hermanas, las de mayor edad, las esculturas Danienillo y el mismo Victorio Macho en su Autorretrato.
La tercera obra que se conserva de Victorio Macho
Dentro de la producción artística del escultor y del legado que la Fundación gestiona en su Museo de Roca Tarpeya, la obra tiene una gran significación. Primeramente, por ser una obra de juventud, cronológicamente la tercera que se conserva, tras Danielillo (1903) y el Autorretrato (1904).
Y más importante aún por ser el antecedente de la serie La Raza, una colección de retratos realizados entre 1910 y 1915, que marcaron estilísticamente un periodo artístico que reproduce el ideario de la Generación del 98, una corriente de exaltación y admiración por los tipos y paisajes castellanos, con un lenguaje sencillo pero expresivo, frente a la desesperanza por la pérdida de las últimas plazas en territorio americano.
Al igual que escritores como Baroja, Azorín y Valle-Inclán, entre otros, con los que compartió tertulias, Victorio Macho recorrió caminos y pueblos en sus viajes de Madrid a Santander, donde vivían sus padres y hermanos, y retrató a las gentes que veía, una persona tuerta, un campanero, un sembrador, un trajinante, un pastor, un marinero vasco, inmortalizándoles en la colección de retratos que hoy se pueden admirar en el Museo que también fue su casa toledana en Roca Tarpeya.
La escultura recuperada representa también un nuevo modelo de escultura realista, sobria y serena, frente al barroquismo y exceso de virtuosismo del naturalismo decimonónico, que será uno de los pilares de la renovación de la escultura del primer tercio del siglo XX.