«Sucedió en Toledo» es el nombre de la exposición fotográfica que se acaba de inaugurar en el Centro Cultural San Clemente de la capital regional, una muestra que, haciendo gala a su título, viene a ser una crónica gráfica de la vida de la ciudad y su provincia entre 1968 y 1987. María Teresa Silva -fallecida en 2012- no solo fue la autora de estas imágenes, también una mujer que rompió moldes en una época en la que muy pocas se movían profesionalmente en el mundo de la comunicación.
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Tanto la exposición como el libro «Sucedió en Toledo» es obra del trabajo de digitalización llevado a cabo por el hijo de María Teresa, Enrique Jiménez Silva, quien hizo suyo el deseo de su madre de que este legado no se perdiese. El Archivo Vasil lo compone un total de 63.105 fotogramas que vienen a ser una especie de «memoria colectiva» que retrata los acontecimientos más importantes ocurridos en 20 años de historia, los protagonistas de estos, el profundo proceso de transformación que sufrió la sociedad así como el día a día de personas anónimas.
Más allá de la actualidad institucional y civil, a Maite -como todos la conocían- lo que más le gustaba era retratar la vida cotidiana. Enrique destacaba de ella su sexto sentido para la fotografía y la impronta personal que imprimía. Sabía llegar a la esencia de las cosas y de los personajes. Todo ello sin tener una formación específica ya que literalmente dejó sus labores en casa -donde trabajaba como otras muchas mujeres del momento cosiendo pijamas para la Seguridad Social- para ocuparse del encargo que le hizo su marido, Juan Jiménez Peñalosa, redactor de las páginas de Toledo del diario «Alcázar», de realizar las fotografías para el periódico. «Le enseñó lo justo; después ella fue una alumna aventajada», indicaba su hijo, quien recuerda la actividad que se vivía en su casa, donde estaba la redacción y el laboratorio de fotografía y donde incluso su abuela hacía las veces de secretaria cogiendo las llamadas. «Cada reportaje con sus fotografías y pies de fotos eran enviados luego a Madrid en el autobús -el antiguo «Galiano»- de las 16:30 horas; a mí, que era el más pequeño, me tocaba siempre ir a las 16:20 horas hacia la estación».
Entonces la prensa nada tenía que ver con la de ahora. No había gabinetes y la actualidad estaba en la calle. A cualquier hora tenía que salir de casa detrás de la noticia, aunque otras veces era la propia noticia la que llegaba a sus puertas, como cuando, por una protesta por la contaminación del río, dejaron con nocturnidad peces muertos en el Ayuntamiento y llamaron al timbre de la casa de los Jiménez Silva -que vivían al lado- para que fotografiasen la estampa.
Ante todo fue una mujer que rompió moldes. Era la única mujer fotógrafa de la ciudad y muy pocas en el resto del país ocupaban puestos en medios de comunicación. En ocasiones esto era una ventaja, porque recibía un buen trato, pero también le suponía, por ejemplo, no poder bajar al burladero de la plaza de toros o no poder ir al campo de fútbol, trabajos de los que siempre se tenía que ocupar su marido.
«Era una mujer realista, con los pies en la tierra y dispuesta a romper con tabús y prejuicios«, algo que la llevaba en muchas ocasiones -tal y como relataba Enrique- a hacer fotografías allí donde no podía estar, como cuando conseguía fotogramas desde los altares, un lugar que durante muchos años estuvo prohibido para las mujeres.
Su carácter le empujó a no perderse ninguna foto. Su hijo recuerda una anécdota que contaba ella con mucha asiduidad. Llevaba poco tiempo trabajando como fotógrafa cuando Francisco Franco visitó la ciudad. Fue recibido en la puerta de Bisagra, donde no la dejaron tomar ninguna imagen porque carecía de acreditación, algo que supuso para ella un gran disgusto. Ya en el Arco de Palacio, le contó lo sucedido a Juan y éste habló con los agentes de seguridad para solucionar el problema. Los agentes reconocieron que había sido un error de protocolo y que la permitirían -a ella sola- hacer fotografías al dictador en ese emplazamiento.
Tantos años dan para muchas anécdotas y para forjar muchas amistades, como la que Maite mantenía con las jugadoras del equipo de balonmano del Club Medina de Toledo, a las que consideraba casi sus hijas y ellas a Maite como una madre. Las acompañaba a muchos de sus partidos fuera de Toledo e incluso todas ellas fueron partícipes y colaboradoras cuando Maite, una vez que regresaban en avión desde Canarias, «coló» en el aeropuerto una Canon con motor que adquirió en las islas.
Era la época en la que las camisas azules dejaban paso a las blancas, la ciudad se expandía y nacía el Polígono Industrial, un tiempo en el que las procesiones fueron sustituidas por las manifestaciones. Las máquinas entraron en el campo y desaparecieron los aperos de labranza, al tiempo que la juventud emigraba a una capital en la que también empezaba a cobrar forma la Universidad.
La ciudad fue escenario del rodaje de películas, con la presencia de actores como Alfredo Landa; la familia real acudía para contemplar desde los balcones de la Delegación Civil la procesión del Corpus; Antoñete, Paquirri o El Cordobés toreaban en la plaza de Toledo; las calles se llenaban para defender el Tajo; Bahamontes era todo un ídolo en la ciudad; Paco de Lucía actuaba en las fiestas patronales (1975); y Toledo daba la bienvenida a destacadas autoridades nacionales e internacionales, como Ronald Reegan, por entonces gobernador del estado de California, o el vicepresidente de Irak, Sadam Husein.
Esta crónica social, política y cultural se expone hasta el 1 de abril en el Centro Cultural San Clemente, una crónica en la que muchos toledanos se reconocen.
En la imagen, Maite donando sangre tras realizar un reportaje sobre la recién creada Hermandad de Donantes de Sangre de Toledo.