Imaginemos: el gobierno de un país donde hay millones de pobres decide elevar el precio de los billetes del transporte público y aumentar el peaje de las autopistas. La ciudadanía estalla en indignación y sale a las calles de muchas ciudades a protestar. El gobierno recapacita y, obligado por esa reacción popular, da marcha atrás: suspende la subida del transporte y acuerda que, para recaudar dinero, va a reducir el margen de beneficios a las empresas concesionarias de las autopistas y va a multar a las que se retrasen en realizar las obras adjudicadas, con lo que conseguirá el mismo resultado sin perjudicar a la sufrida población.
Sigamos imaginando: el ministro de Justicia de un país propone a su parlamento modificar la ley para que los fiscales tengan menos competencias a la hora de investigar las denuncias de corrupción mientras que la policía -que está controlada directamente por el gobierno- acumulará más poder para intervenir en esos casos. Los ciudadanos consideran que eso supondría la impunidad para políticos y parlamentarios acusados de esos delitos y protestan en la calle; el Congreso escucha esa opinión abrumadoramente mayoritaria y -pese a ser una cámara con mayoría absoluta del partido que gobierna- rechaza la propuesta del ministro por una auténtica goleada: 430 votos en contra, dos abstenciones y solo nueve votos a favor.
ALGO IMPENSABLE EN ESPAÑA
Bajemos a la realidad: ¿a alguien se le ha pasado por la cabeza la posibilidad de que esas situaciones, u otras parecidas, puedan ocurrir en España? Supongo que a nadie. Pues bien, eso acaba de suceder en Brasil. Allí, la presidenta del Gobierno, Dilma Rousseff, ha escuchado las protestas de la ciudadanía y ha empezado a reunirse en los últimos días con los gobernadores de los 27 estados y los alcaldes, con el presidente de los abogados y con representantes de los manifestantes y de los sindicatos y asociaciones ciudadanas… «Precisamos de todas sus contribuciones, reflexiones y experiencias», ha dicho.
Y no sólo eso sino que, tras debatir tan sorprendente propuesta del ministro de Justicia, el presidente del Congreso, un hombre conservador del partido del Gobierno, pidió a los diputados que votaran en contra de esa iniciativa porque es lo que vienen reclamando los ciudadanos en la calle desde hace varias semanas.
La posibilidad de que Mariano Rajoy adopte esa misma actitud es impensable. Lo habitual, en España, es que el Gobierno prepare sus propuestas y pida a los grupos de la oposición que se «adhieran» a ellas y las apoyen, no que las discutan conjuntamente para elaborarlas. Y, si prevé que no va a lograr esos votos a favor, siempre tiene la posibilidad de aprobar la medida por decreto-ley, como ha hecho en 35 ocasiones en el año y medio que lleva en el Gobierno, aunque en la gran mayoría de esos casos no existieran las razones de urgencia que exige la ley para utilizar ese método de aprobar normas que elimina el debate parlamentario.
UN EJEMPLO A SEGUIR
Se podrá decir, porque es verdad, que las protestas ciudadanas en Brasil han empezado a ser más débiles tras varias semanas de decena de miles de ciudadanos en la calle, y que las manifestaciones son menos numerosas. Se podrá argumentar, también, que la presidenta ha adoptado comportamientos un tanto populistas y demagógicos.
Todo eso es verdad. Pero también lo es que, con ese comportamiento, el Gobierno de Brasil está siendo un ejemplo que podrían utilizar otros muchos dirigentes de todo el mundo, porque la disposición al diálogo siempre es lo mejor para buscar soluciones a cualquier problema. Y lo es que sus ciudadanos han demostrado que, en contra de lo que muchas veces se dice, las protestas en la calle contra lo que se considera injusto pueden servir para algo.
En Brasil, según su presidenta, necesitan las «contribuciones, reflexiones y experiencias» de todos los grupos y colectivos ciudadanos que tengan algo que decir. En España, también. La diferencia es que allí lo están aplicando y aquí, de momento, eso es sólo un sueño.
Sigamos imaginando que eso también podrá ser una realidad aquí algún día. Seguramente que los ciudadanos contribuiremos a ello si, en las próximas elecciones, nos acordamos y lo pensamos seriamente antes de introducir nuestro voto en la urna.
Y EN CASTILLA-LA MANCHA…
El Gobierno de María Dolores de Cospedal no debe empeñarse en reducir el número de diputados de las Cortes regionales sin consensuarlo con el PSOE, porque, en ese caso, se podrá pensar que lo ha hecho para intentar garantizarse su permanencia en el poder en las próximas elecciones autonómicas. Y los socialistas no tendrían que negarse a discutir este asunto, para no dar la sensación de que algo tan importante también lo utilizan como arma electoral contra su adversario político.
Los castellanomanchegos no se merecen que este asunto sea aprobado sólo con los votos del PP, porque gobierna con mayoría. Es uno de esos casos en que el acuerdo entre Gobierno y oposición es absolutamente imprescindible.