Por increíble que parezca, todavía hay quien no se toma en serio esta pandemia del coronavirus que ha provocado la mayor crisis sanitaria vivida en el último siglo. A pesar de las continuas advertencias y recomendaciones que repiten las autoridades sanitarias y los especialistas, a diario se ven y escuchan noticias de fiestas en locales abarrotados sin medidas de prevención, botellones prohibidos, aglomeraciones en playas y en cafeterías, ciudadanos sin la mascarilla en lugares donde es obligado utilizarla, incumplimiento de las normas dictadas para evitar contagios…
Las cifras son escalofriantes: en España han muerto más de 28.000 personas -contando solo las que se han comprobado con las pruebas PCR, por lo que la cifra real será bastante superior- y ha habido más de 253.000 contagiadas por el virus. En todo el mundo ha habido hasta ahora más de 12 millones de infectados en 186 países y 555.000 fallecidos.
¿Cuántos muertos más se necesitan?
¿Cuántos muertos más tiene que haber para que quienes no respetan las normas se convenzan de que este asunto es muy serio? ¿No son suficientes esos números para percatarse de la importancia y gravedad de la pandemia? ¿Estas trágicas cifras no les hacen ver que es absolutamente necesario cumplir a rajatabla lo que digan la Organización Mundial de la Salud y las autoridades sanitarias europeas y españolas? ¿No basta con que la OMS y las autoridades de todo el mundo estén diciendo una y otra vez que el virus sigue actuando y que, por eso, no hay que bajar la guardia? Pues, por lo que se ve, parece que no.
El 21 de mayo último esta columna se tituló «¡Es la salud, estúpido!». En ella se leía que las personas que salían cada tarde a una calle de Madrid, para protestar contra el Gobierno golpeando cacerolas -lo que se extendió después a otros barrios y algunas ciudades más-, tenían todo el derecho a expresar así su malestar. Pero también se decía que debían realizar esa o cualquier otra protesta en la calle respetando las normas establecidas para la seguridad y la protección frente al coronavirus.
Y se añadía: «La insensatez e imprudencia de algunas personas, que se saltan a la torera las normas de protección acordadas frente a la pandemia, pueden extender un virus todavía poco conocido y provocar un rebrote de contagios que suponga un retroceso en el control de la enfermedad conseguido hasta ahora». Lamentablemente, ese pronóstico se está cumpliendo.
El Gobierno dio por finalizado el estado de alarma el pasado 21 de junio y, desde entonces, son los gobiernos autonómicos los que gestionan la situación en su respectiva comunidad y los que tienen la competencia para adoptar las medidas de prevención que consideren necesarias frente al coronavirus.
Un retroceso en la nueva normalidad
En las tres semanas escasas que han transcurrido desde que España empezó a vivir en la llamada nueva normalidad, ha habido un retroceso en los logros conseguidos: hay 73 rebrotes de coronavirus en distintas ciudades; varias poblaciones de la comarca catalana del Segrià (Lleida) han sido aisladas y sus habitantes han vuelto al confinamiento que se vivió en marzo; en otras localidades de Galicia y el País Vasco también han tenido que adoptar medidas más restrictivas; Cataluña, Baleares y Extremadura obligan a llevar la mascarilla por la calle, aunque se guarde la distancia de seguridad -en el caso catalán, con multa de 100 euros a quien no la lleve-, y otras cinco comunidades están estudiando implantar esta medida…
Es cierto que la mayoría de la población respeta las normas adoptadas frente al coronavirus y las cumple lo mejor que puede. Pero también es verdad que esa minoría que no las respeta ha contribuido a que, en las últimas semanas, haya habido varios miles de personas contagiadas -aunque esa no ha sido la única causa en todos los casos- y más muertes. Y también ha habido un retroceso en los avances que se habían logrado gracias al gran esfuerzo y sacrificio de la ciudadanía.
Esas personas que no respetan las normas acordadas y contribuyen a la expansión del virus, ¿qué más pruebas necesitan para cumplirlas? Esa gente tan irresponsable o tan descerebrada que no sigue las medidas de prevención, porque no le importa poner en riesgo su salud o su vida, que piense en su familia y en las demás personas. Porque nadie debe pagar las consecuencias de su estúpida e insensata conducta.