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10/07/2014junio 9th, 2017
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A nadie en su sano juicio se le ocurre mezclar churras con merinas en una misma ley; a nadie, excepto al Gobierno de Mariano Rajoy. Y cualquier ciudadano conoce ese refrán tan acertado que nos recuerda que «con las cosas de comer no se juega»; cualquiera, excepto el Gobierno de España, que ha intentado gobernar por decreto-ley en asuntos muy importantes, una vez más, y ha provocado la airada reacción en contra de todos los partidos del Congreso, menos el PP.

El 4 de julio último, el Consejo de Ministros aprobó un decreto-ley para favorecer el crecimiento de la economía, en el que ha incluido, como si fuera un cajón de sastre, muchas iniciativas que tenía pendientes en distintos ministerios sobre los asuntos más variados: crear un impuesto a los bancos por los depósitos, reforma del IRPF, cambios en las retenciones a algunos trabajadores autónomos, libertad de horarios comerciales en más ciudades, rebajas en la comisión que pagan los comercios a los bancos por cobrar con tarjetas, reducir los trámites y el tiempo para abrir un comercio, medidas para favorecer la contratación de menores 25 años, propuestas para los puertos y los aeropuertos…


MÁS DIÁLOGO

Muchas de esas medidas pueden ser positivas, pese a que algunas llegan con demasiado retraso desde que Rajoy o sus ministros las anunciaron. Pero, precisamente porque su objetivo es mejorar la economía, el Gobierno debería intentar que fueran aprobadas con el mayor respaldo posible de los grupos parlamentarios. Y para eso es necesario que hable con ellos, algo que el actual Ejecutivo practica poco aunque asegure que lo hace.

El Gobierno pretendía que el Congreso debatiera y aprobara este decreto-ley el jueves 10 de julio, tan solo ocho días después de que el Consejo de Ministros lo enviara a la Cámara Baja, lo que impediría a los grupos parlamentarios estudiar a fondo todas las propuestas, plantear enmiendas para mejorarlas y, en definitiva, hacer las cosas como se debe, con serenidad y sin precipitaciones. La polémica iniciativa del Ejecutivo obliga a modificar 26 leyes y, pese a ello, pretendía una tramitación muy rápida.

SOLO POR «URGENTE NECESIDAD»

La Constitución no deja lugar a dudas: el Gobierno puede aprobar algunas disposiciones legislativas mediante un decreto-ley, en vez de hacerlo con un proyecto de ley, pero solamente «en caso de extraordinaria y urgente necesidad». En muchas de las medidas que ha incluido en su polémico decreto no existe esa urgencia, y por eso la oposición se ha lanzado en unánime tromba contra lo que todos consideran «un abuso» por parte del Ejecutivo de Rajoy, «una cacicada», «un secuestro de la democracia» y, en definitiva, una total falta de respeto hacia el Parlamento como Poder Legislativo teóricamente independiente del Poder Ejecutivo.

A finales de cada año, todos los gobiernos han aprovechado para incluir en la llamada Ley de Acompañamiento a los Presupuestos Generales del Estado los asuntos más diversos, aunque no tengan ninguna relación con las cuentas públicas para el año siguiente. Pero que esa mala práctica se haya convertido en una costumbre no justifica que intenten aplicarla también otros asuntos, como ha hecho ahora Rajoy.

Respetar las formas es importante en democracia. Y dialogar, también. Por eso sorprende -o no tanto, porque el actual Gobierno nos tiene acostumbrados a ello- la reacción de algunos cargos del Gobierno y del PP, como la vicepresidenta del Congreso, Celia Villalobos, o el secretario de Estado de Relaciones con las Cortes, José Luis Ayllón.

Ambos han dicho que los partidos de la oposición se han rebelado contra esta propuesta del Gobierno porque no quieren reconocer que las cosas empiezan a mejorar y que esas medidas son buenas para España. Se equivocan.

HURTAR EL DEBATE

Cuando todos los partidos de la oposición -desde el PSOE a IU, pasando por CiU, PNV, UPyD, ERC y otros- se han mostrado en contra de tramitar juntas tantas y tan diversas propuestas, mediante un decreto-ley, será por algo. En este caso, porque es la enésima vez que el Gobierno utiliza esa fórmula que sólo debería aplicar en casos de «extraordinaria y urgente necesidad», para aprobar una ley hurtando a los grupos parlamentarios el debate sereno al que tienen derechos ellos y sus representados, los ciudadanos.

Todos los gobiernos de la democracia –hay que recordarlo- han utilizado más de lo debido la fórmula del decreto-ley para aprobar normas que deberían haber presentado como proyectos de ley. Pero el que preside Rajoy ha abusado tanto de esta fórmula, en sus dos primeros años de mandato, que ha provocado la ira unánime de la oposición: el Gobierno actual ha aprobado 54 decretos leyes desde que llegó a La Moncloa, prácticamente los mismos que Zapatero (56) en sus últimos cuatro años de presidente.

Y, finalmente, la prueba del nueve: ante tanta oposición y tantas protestas, el Gobierno ha tenido que rectificar y ha anunciado que está dispuesto a que sus propuestas sean tramitadas en el Congreso como proyecto de ley, lo que permitirá a los grupos estudiarlas a fondo y presentar enmiendas para mejorarlas. Todas en un único texto, eso sí, con lo que mantiene la mezcla entre churras y merinas, pero se ha visto obligado a rectificar. Una vez más.

Con esta decisión, el Gobierno reconoce -aunque no lo va a decir públicamente- que estaba equivocado. Como lo estaba el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, cuando anunció recientemente que las indemnizaciones por despido tendrán que pagar impuestos y después dijo que es una propuesta para «dialogar» con los sindicatos.

DIALOGAR MÁS PARA RECTIFICAR MENOS

Una pregunta: ¿no sería más fácil, y más de sentido común, que el Gobierno dialogara y negociara más con los sindicatos o con los partidos políticos antes de lanzar propuestas al aire para ver la reacción que provocan en la ciudadanía? Seguro que sí pero, a juzgar por lo que acontece a diario, parece que Rajoy y su equipo no están dispuestos a hacerlo.

Deberían saber que, en un sistema democrático, la ciudadanía quiere ser gobernada mediante proyectos de ley debatidos en el Parlamento y consensuados al máximo, no por decretos-ley que suenan más al «ordeno y mando» de épocas pasadas que a las prácticas habituales en las democracias.

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