Yo no soy creyente. No escribo desde la fe y, por lo tanto, no estoy obligada por ella ni por la obediencia debida de los católicos a su sumo pontífice.
Pero como a casi todo el mundo, la figura del Papa Francisco no me ha dejado indiferente. La humildad y las ganas de cambiar las cosas enfrentándose a todo y a todos para que salgan a flote la verdad, la justicia y los principios del cristianismo es encomiable, destacable e imitable.
Siento sana envidia de los católicos, que aunque no lo han elegido precisamente de forma democrática, disponen de un líder a la altura del momento. A mí, Francisco me parece el líder que cualquiera querría tener.
Humilde, sabio, experimentado, formado en la realidad, atento a ella… Son muchas las cualidades que ha puesto en juego para hacer su trabajo, que no es poco ni sencillo, limpiar la Iglesia Católica de todas las sombras y corruptelas que han acechado en su seno siglo tras siglo, porque fueron consentidas o silenciadas por los jefes eclesiásticos anteriores y la jerarquía que les representa en cada rincón del mundo.
No comparto su fe ni su doctrina, pero me conmueven sus gestos, símbolos cargados de explosivos contra las convenciones y miserias de una de las organizaciones más poderosas del mundo, cuya voluntad está detrás de numerosos pasajes de la historia del mundo, alguno de los más negros. También es cierto, no me duelen prendas en reconocerlo, que la Iglesia misionera y la que se practica en muchas parroquias es lo único que les queda a los que carecen de todo. Es lo único que les queda cuando todo lo demás falla y falta.
No es un juicio a la Iglesia lo que pretende este artículo, sino reconocer la figura de su jefe y animar a los demás mortales a seguir su ejemplo, sea cual sea su tarea.
Su decidida persecución de la pederastia, uno de los peores y más longevos pecados de la Iglesia, escuchando y consolando personalmente a algunas de sus víctimas, es un ejemplo a seguir por tantos dirigentes de la España del siglo XXI que tienen lodo bajo sus pies. Y no me refiero solo a la política. Aquí hay mucho que mejorar en todos los campos, el periodismo entre ellos. Y la economía, por supuesto.
Rezando en una mezquita, arrodillado y lavando los pies a un cristiano, besando a un anciano sacerdote, recorriendo las calles sin blindaje, saltándose el protocolo para acercarse a sus fieles, invitando a los niños a subir al Papamóvil… Son mucho más que gestos.
Cuánta falta nos hace un Francisco en casi todos los demás escenarios. Qué bien le vendría un Jorge Mario Bergoglio a la política, a la economía, a las finanzas o al periodismo.
No, no podemos clonarle, pero podríamos imitarle, tanto los de arriba como los de abajo o los del medio. Basta con asumir las responsabilidades que cada uno tiene, escuchar y afrontar lo que toque, aunque sea sacar el lodo a la superficie con todo su hedor, pero es que reflotarlo es la única manera de limpiarlo para siempre.