Quienes acosan, insultan o agreden a periodistas mientras realizan su trabajo informativo en la calle están atentando contra un derecho constitucional y un derecho humano que es absolutamente imprescindible en un sistema democrático: el derecho que tiene la ciudadanía a recibir información veraz y plural. Atentan contra la democracia, porque sin ese derecho no existe democracia. Esto deberían grabárselo en la cabeza quienes, cada vez con más frecuencia, interrumpen la labor de los profesionales de la información en la calle, sobre todo cuando ven que una cámara de televisión está grabando.
En las últimas décadas el periodismo ha pasado de ser una de las profesiones más respetadas y admiradas a convertirse en una de las más desprestigiadas y criticadas por la ciudadanía. Pero eso no da derecho a nadie a tratar de impedir que los profesionales de la información hagan su trabajo. Es necesaria mucha autocrítica por parte de los y las periodistas, porque en buena medida somos los responsables de ese cambio, pero no es esta columna el lugar apropiado para analizar las causas de tan mala valoración social. Pero sí lo es para proclamar, una vez más, que el periodismo, con sus fallos y defectos, es imprescindible para la democracia.
Del saludo a la cámara al insulto y la agresión
Hay quien, en cuanto ve que un equipo de televisión está grabando en la calle y un periodista retransmite la escena, se sitúa a la vista de la cámara, saluda y hace gestos con la esperanza de que le vea su familia y sus conocidos. Esta práctica inocente no impide el trabajo de los informadores, pero las situaciones de acoso que cada vez se producen con más frecuencia sí hacen mucho más difícil la misión de informar y más de una vez obligan a interrumpirla.
La profesión periodística siempre implica asumir algunos riesgos, más o menos importantes según donde se desempeñe. Cataluña se ha convertido, en los últimos años, en un territorio donde cada vez es más difícil y arriesgado para los periodistas cumplir con su obligación de informar a la ciudadanía. No hace falta citar casos concretos, porque la ciudadanía los ha visto por televisión en manifestaciones y protestas en la calle. Siempre se repite la misma escena: aunque la gran mayoría de las personas partidarias de independizarse del Estado español seguro que critican estas agresiones y no las practican, unos cuantos energúmenos rodean al periodista, gritan eso de «prensa española, manipuladora» sin escuchar siquiera si lo que está retransmitiendo es correcto o no, hacen ondear alguna bandera delante de la cámara para impedir la retransmisión y, en ocasiones, golpean a quien está informando, le lanzan algún líquido o le arrebatan el micrófono.
¿Creen que alguien podría trabajar en esas condiciones en una oficina, en la barra de una cafetería, en el mostrador de un comercio o en el servicio municipal de limpieza viaria de una ciudad? Obviamente, no; y sería intolerable que padeciera esas agresiones. El acoso a periodistas tampoco es tolerable; además, al hacerlo no solo se impide que un trabajador cumpla con su obligación de servir bien una cerveza o limpiar correctamente una acera, sino que no se permite que un profesional informe de un acontecimiento que tiene interés público. Es tirar piedras contra el propio tejado de quien practica esa agresión, porque ese periodista al que acosa es solo un intermediario que tiene encomendada la tarea de que se cumpla el derecho a la información de la ciudadanía. Hay que repetirlo una y mil veces.
Cambiar de canal de televisión o leer otro periódico
A quienes no les guste la información que ofrece una televisión concreta, una radio o un periódico, o la manera en que la ofrecen, tienen en sus manos una solución muy sencilla: conectar otro canal o emisora y leer otro diario. Pero no tienen derecho a privar a otros ciudadanos de su derecho a informarse por esos medios que ellos rechazan, ni tienen derecho a impedir que unos profesionales realicen su trabajo sin ser acosados.
El 9 de octubre, cuando el presidente de la Generalitat, Quim Torra, y los diputados autonómicos fueron llegando al Parlamento catalán para asistir a la sesión del pleno, medio centenar de periodistas, fotógrafos y cámaras de televisión los recibieron sentados en el suelo y con sus cámaras, grabadoras y cuadernos también por el suelo. Hartos de tantas agresiones como sufren en las manifestaciones públicas (tanto en las de carácter independentista como en las españolistas), decidieron protestar de esa manera.
Reclaman «la libertad de prensa y de expresión» que algunos intentan limitar con sus agresiones y acoso, reivindican «el papel de la prensa en cualquier sociedad democrática» y exigen «a la clase política más contundencia en la condena de los ataques a la prensa y medidas de protección para los profesionales». Tienen toda la razón y merecen el máximo apoyo y solidaridad.
Y que nadie se confunda. Con esa protesta y con esta columna no se pretende defender privilegios para los periodistas, sólo se está pidiendo que se respete su trabajo, como el de quienes trabajan en cualquier otra profesión, porque es la única manera de que se cumpla el derecho a la información de la ciudadanía. Sin periodismo no hay democracia; y lo que cualquier ciudadano puede divulgar por las redes sociales es el ejercicio legítimo de su derecho constitucional a la libertad de expresión, pero no es periodismo. Que conste.