¿Alguien imagina que el premio Nobel de Medicina se otorgara a quien mejor resulta en televisión en lugar de a quien consigue las mejores investigaciones y avances científicos? ¿Alguien vería normal que a los profesionales de la ciencia se les juzgara por lo entretenidas que resultan sus participaciones en programas televisivos en lugar de por el valor de sus estudios? ¿Entenderían que la consulta de un médico se llenara de pacientes en función de su telegenia en vez de por su capacidad de curar o paliar los males por los que acuden a él?
¿A alguien se le ocurriría, a sabiendas, tomar una medicina que puede matar o enfermar en vez de otra que puede curar solo porque tiene mejor campaña de marketing? ¿No preguntamos al médico o al farmacéutico por los efectos secundarios incluso de los “medicamentos milagro” de la farmacología moderna? ¿No leemos la letra pequeña de los prospectos, pese a estar escrita con términos imposibles para el común de los mortales, con el fin de averiguar cualquier cosa útil para recuperar la salud cuanto ésta falla?
Si sabemos cómo actuar y tomamos las precauciones necesarias si algo va mal en nuestro cuerpo, ¿por qué no seguimos el mismo método cuando se trata de elegir el equipo médico y el tratamiento para poner remedio a los males del país?
¿Por qué nos creemos lo que mejor da en televisión sin más preguntas? ¿Por qué buscamos espectáculo televisivo en lo que deberían ser procesos reflexivos de comparación de tratamientos, comprobación de efectos secundarios y vigilancia de la evolución posterior para corregir de inmediato ante cualquier síntoma adverso?
La política, como la salud, es cosa importante en nuestro bienestar. No podemos limitar su consumo y su conocimiento a los formatos de entretenimiento y nada más. Y si lo hacemos, luego no podemos quejarnos de los resultados, de los engaños, de las falsas apariencias o de que los partidos, sus líderes y los asesores políticos de ambos diseñen campañas para tontos.
Sí, porque cuanto más avanza la sociedad más se simplifica el marketing. En vez de buscar buenas ideas se buscan frases ingeniosas. En vez de ofrecer imágenes reales, se filman buenas apariencias. En vez de comunicación, pura mercadotecnia, que es solo una parte de la comunicación y no precisamente la más útil para tomar buenas decisiones políticas.
Sí, hoy las campañas son para tontos. Ponte delante del televisor y si el candidato coge niños es que va a proteger a la infancia. Si se quita la corbata que lleva siempre es que se ha modernizado; si se pone la corbata que nunca lleva es que se ha moderado. Si cogen de la mano a su pareja delante de las cámaras es que creen en la familia.
¿Cómo podemos pensar que conocemos a alguien en profundidad porque una cámara le acompaña unas horas? ¿Alguno de nosotros se comportaría con naturalidad si le siguiese una cámara para transmitir lo que hace a toda España? Entonces, ¿por qué creemos que los líderes políticos sí lo van a hacer? Es más, ¿cómo podemos pedirles eso para decidir nuestro voto?
Eso sí, debates los justos. Programas, cuanto menos se hable, mejor. Que luego hay que cumplirlos. Basta con unas cuantas promesas estrella y a demanda del consumidor del que se quiere obtener el voto… ¡Y a la tele! A venderlo todo, con palabras sencillas y escasas y con imagen de modelo de pasarela y adaptada a los diversos gustos.
No es necesario ser tedioso para explicar lo que uno va a hacer si gobierna, pero votar o decidir políticamente exige que pongamos más de nuestra parte. Sea cuál sea la opción, hay que ser más exigentes y responsables como ciudadanos. Si esperamos eficacia y ejemplaridad de nuestros gobernantes, tendremos que exigirles algo más que telegenia.
Si nos comportamos como tontos, no nos quejemos de que nos traten como a idiotas, ni de que nos tomen el pelo, ni de que nada más llegar practiquen el si te he visto, no me acuerdo o el donde dije digo ahora digo Diego.
Votar es un derecho, pero también un deber y cumplirlo exige tomarse unas cuantas molestias. Si los votantes nos comportamos como tontos, ellos nos tratarán como tales.