«El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, él arbitra y modera el funcionamiento regular de las Instituciones, asume la más alta representación del Estado Español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes».
Así es como define nuestra Constitución al Rey, si bien es cierto que las funciones de la Monarquía empezaron antes, empezaron cuando impulsó la recuperación de la soberanía popular en unos momentos de incertidumbre con la ayuda de la mayoría, por no decir de todo el pueblo español.
Hoy, algunos ponen en duda esta figura y lo hacen buscando en los viejos modelos de formas políticas actualmente muy superadas, acusando a la institución de ir al margen de la sociedad, de no tener una legitimidad democrática. Algunos incluso alaban la figura y la actuación de Don Juan Carlos I, pero luego defienden que ya es hora de que vuelva la República: son aquellos que se declaran ‘Juancarlistas republicanos’.
Otros llegan más lejos y van más allá de una crítica lícita a la Monarquía, crítica que siempre es posible dentro de los cauces de la razón y del derecho, y llegan a propugnar la violencia incluso quemando símbolos que todos nos hemos dado.
Quizás olvidan que la Monarquía Parlamentaria tiene su origen y su legitimidad en el referéndum del 6 de diciembre de 1978, por cierto el mismo referéndum que consagró la separación de poderes, el estado de las autonomías, los partidos políticos, los sindicatos de trabajadores y las asociaciones empresariales y el mismo que establece cuáles son las normas para cambiar las reglas del juego o, si se prefiere, nuestro sistema constitucional.
Algunos consideran que debe realizarse un referéndum al margen de la reforma constitucional, alegando que ellos no la votaron, a lo que cabría preguntarse: ¿Votaron el resto de la Constitución Española? ¿Votaron la declaración de derechos, el derecho a participar en los asuntos públicos, las garantías que nos hemos dado todos?
¿Cada cuánto deberán someter a referéndum nuestras leyes? ¿Tienen las normas fecha de caducidad? ¿O solo cuando uno o un reducido número de personas lo determine, independientemente de la soberanía popular, de la soberanía de todos? ¿Cada cuánto tiempo someteremos nuestra Constitución a consulta, cada cinco, cada diez años, con cada generación? ¿Qué estabilidad tendrían nuestras normas, nuestro Estado, nuestra forma de vida? Algunas constituciones tienen más de 200 años de vigencia, como la de Estados Unidos, y nadie se ha cuestionado someterla a referéndum.
La Constitución española está abierta a reformas, de hecho, se ha modificado en dos ocasiones. Pero los cambios sólo deben hacerse con un examen serio y riguroso, y siempre que gocen al menos del mismo respaldo que tuviera la Constitución originariamente y siempre respetando los mecanismos establecidos en la propia Constitución.
Precisamente, para garantizar esto, nuestra Carta Magna en sus principios esenciales prevé unos mecanismos moderados, prudentes y sosegados para transformarla. Quien pretende cambiar la Constitución española, sin respetar esas reglas, al margen de los demás, sin contar con todos los españoles, es porque equivocadamente se cree con derecho para cambiar lo que él quiera y como quiera, prescindiendo de la legitimidad común, demostrando la falta de respeto a la palabra dada o al compromiso adquirido.
Por otra parte, la legitimidad del Rey, de la Monarquía parlamentaria, también vino dada cuando defendió que la soberanía volviera al pueblo español; que fuera auténtica soberanía popular, igual que se legitimó cuando impidió que un golpe de Estado acabara con los sueños de muchos, incluso de muchos que todavía no habían nacido.
Nuestra Monarquía parlamentaria no comparte el ejercicio de la soberanía -que es exclusivo del pueblo español en su conjunto-, ni conserva funciones decisorias trasladadas al Parlamento y, a través de éste, al Gobierno.
Nuestra Monarquía parlamentaria, su naturaleza, es diferente y está al margen del resto de poderes del Estado, sin que por ello deje de ser eficaz.
La Corona, aún sin poderes efectivos, sigue siendo muy útil para España. Y el ejemplo está en los últimos viajes a Oriente Medio, en los que el Rey ha sido el mejor embajador que nunca ha tenido nuestra nación.
Desde otra perspectiva, la Monarquía favorece la continuidad de las instituciones y expresa la unidad y la permanencia del Estado.
La neutralidad que rige las actuaciones de la Corona permite y es garantía del pluralismo, en el que todos los poderes están representados por encima de sectores políticos y de gobiernos concretos.
Al no compartir soberanía, y ni funciones decisorias que son propias de otros poderes del Estado, evita discrepancias que se producirían si hubiera un presidente de Gobierno y un presidente de la República, ambos refrendados por elecciones y ambos de distintos signos políticos, los cuales tendrían idéntica legitimad democrática y distintas ideas de gobierno que podrían llevar a conflictos no queridos ni deseados y presentes constantemente en la Historia de España.
La Monarquía, con su neutralidad, garantiza la soberanía popular y a las mayorías de cada momento y sanciona formalmente las decisiones tomadas en los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial y modera y arbitra con «autoritas» y sin «potestad» el funcionamiento normal de instituciones; en definitiva otorga estabilidad al Estado.
Esas son las funciones del futuro Rey Felipe VI, que solo puede hacer desde el servicio a España y a los españoles. Por todo ello y por el futuro de esta nación que se llama España: Viva el Rey».
Jesús Labrador Encinas es delegado del Gobierno en Castilla-La Mancha.