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10/03/2013junio 13th, 2017

Ernest Hemingway le enseñó a fumar puros; se casó con Anthony Mann; flirteó con Gary Cooper y protagonizó el clásico español «El último cuplé». Estrella de la pantalla y la canción, Sara Montiel, «Saritísima», cumple 85 años entre el glamour, la leyenda y el exceso.

«Siempre ha parecido que tengo menos edad, por mi cutis y por unas piernas que valen un potosí», decía ya en 1991 la manchega María Antonia Abad o Sara Montiel o Saritísima, diva del cine, la canción y ahora también musa de lo «kitsch» que sigue derrochando a sus 85 años personalidad y capacidad de autoparodia.


Cuando hace ocho años el Ateneo de Madrid le rindió un homenaje como actriz, comentaba sus películas diciendo: «Todavía no necesitaba ponerme pómulos» o «entonces los labios no se llevaban como morcillas».

Sara Montiel promete tener genio y figura hasta la sepultura, porque, aunque explicó que hay momentos en los que una voz interior le dice «Antonia, tienes que parar», también amenazó: «Si paro me aburro como una ostra. Y eso que he trabajado como una negra toda mi vida, desde los 13 años».

La cantante y actriz, efectivamente, ha tenido una vida intensa, que resumió en su biografía «Vivir es un placer», que comenzó el 10 de marzo de 1928 en Campo de Criptana (Ciudad Real) y que le llevó a los brazos de Miguel Mihura, Anthony Mann, León Felipe o Severo Ochoa.

«Nací de pie, pero nací y aunque no hubiera hecho ‘El último cuplé’ habría llegado arriba por un lado u otro», dijo en una ocasión, aunque ya más seria, reconoció que en su entorno rural se hizo una promesa: «Me juré no tener ningún amo, ser pájaro libre y lo he cumplido».

En el pueblo escuchaba de niña a sus padres, labriegos, llamar amos a sus señores, y se juró romper con ese destino, ayudada por un físico espectacular. Cuando tuvo su primer éxito cinematográfico con «Locura de amor», a finales de los 40, la gente salía de las salas diciendo «la que está buenísima es la mala», explicaba ella en una ocasión.

La escapatoria estaba en México, donde se convirtió en una de las reinas del melodrama. «Cuando llegué a México me encontré con otro mundo, otra vida. Allí es donde me hice Sara Montiel», reconocía.

Pero donde impactaría internacionalmente fue en Hollywood, donde se casó con el maestro del western Anthony Mann, aunque había llegado sin saber inglés y sin padrinos.

«Yo no era novia de nadie, era Sara Montiel desde un principio y trabajé muchísimo» explica quien, con sus rasgos raciales, deslumbró a Gary Cooper y Burt Lancaster en «Veracruz», y donde conoció a Marlon Brando.

«Él me enseñó el desayuno tejano y le hablé de los huevos a la manchega que hacía yo y, sin más, se presentó a las siete de la mañana en casa para probarlos», recordaba. Pero Los Ángeles no era su lugar.

«No me quise quedar con la Warner porque pensé que seguro que me daban otro papel de india sioux», explicaba, y se fue a España, donde le esperaban nuevos éxitos.

«El momento de mi carrera del que me siento más satisfecha es cuando hice ‘El último Cuplé’ y ‘La Violetera’. Tenía 29 años, y quisiera volver y tener otra vez 29 años, y tener todo el espíritu, grande, que yo lo sigo teniendo, porque me encanta lo que hago y adoro mi trabajo», recordaría años después.

En su vuelta a su país, se reencontraba con la dictadura y Sara Montiel, a su manera, se comprometió con la política. «Siempre con mis ideas por dentro y no muy calladita. En el 63 ya dije que era socialista», dijo.

«Ese señor del bigote no tiene ni medio polvo» fue su manera de descalificar a Aznar en 1993, haciendo campaña a favor de los socialistas.

También criticó al Gobierno en 2011 cuando aplicó la ley antitabaco, que consideró «muy radical», por negarle uno de sus señas de identidad: el puro. Le había enseñado a fumarlos nada menos que Ernest Hemingway y su tema más conocido como cantante se llamaba «Fumando espero».

«Pero Sara Montiel sin su puro hubiera seguido siendo Sara Montiel», dijo también.

Con la llegada de la democracia, en cambio, la artista manchega había dejado el cine por no querer desnudarse. «Veía a Carmen Sevilla o a Nadiuska con los pechos al aire, yo tenía 43 años y estaba como un tren. Me ofrecían millonadas. Pero yo preferí que el público me recordara como era», se justificó.

Y en los ochenta y los noventa, aunque se centró en la canción, también se convirtió en un rostro habitual de las revistas del corazón o en programas donde exigía, según las malas lenguas, poner una media en la lente de la cámara para que no se le vieran las arrugas.

Con la llegada del siglo XXI, su carácter excesivo, su atípica familia con sus hijos adoptados Thais y Zeus, y su aspecto barroco la convirtieron en una diva de lo «kitsch» y en un icono de la comunidad homosexual.

«Cuando voy a actuar a alguna ciudad de EEUU allí están todos los gays de la ciudad», reflexionaba.

Al cumplir 80 años afirmaba triunfal: «No lo aparento». Y hace dos años resumía su incombustibilidad: «Dios me está dando una salud de hierro. Tengo fuerza físicamente, conservo la voz y me muevo bien».

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